Si hablamos de democracia, el cuarto poder no se callará

Durante las protestas en Ecuador, docenas de periodistas sufrieron heridas, también colaboradores de la Revista Digital mutantia.ch. Dos fotógrafos y un periodista recuerdan el gas lacrimógeno, los perdigones y el levantamiento de un pueblo que está saturado por las presiones económicas. 

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24 de octubre de 2019, Quito. – ¿Qué hacer como medio de comunicación cuando hay Estado de excepción? Salir y cubrir. Así optaron varios medios independientes entre el 2 y 13 de octubre 2019, relatando los acontecimientos alrededor del paro nacional. Muchos sacaron fotos, a pesar de que la fuerza pública les pegó con sus batudas. Muchos transmitieron en vivo, a pesar de que interfirieron su señal de internet. Y muchos resistieron a los ataques cibernéticos y la censura en Facebook&Co. Hasta hoy en día.  

También nosotros salimos y cubrimos, mas que nada en Quito y en los alrededores de Latacunga. Desde un principio, teníamos en claro que, dentro de un Estado democrático, no podíamos mantener silencio frente a las medidas autoritarias pues así contrarrestábamos una decisión -quitar los subsidios a la gasolina y al diésel- que había sido tomada sin consultar a la población. Las personas que se manifestaron, en su mayoría, se vieron afectadas directamente por el acuerdo entre el gobierno y el Fondo Monetario Internacional (FMI). Además, no nos olvidemos de que el Movimiento Indígena, después de haber roto el diálogo sin resultados con el gobierno Central, anunció ya en agosto un levantamiento para octubre. Las medidas económicas del gobierno de Lenin Moreno simplemente pulverizaron la situación.

Callar a esas voces que dejaron atrás sus casas, animales y cultivos, hubiese sido un acto de censura, un acto que se hubiese ido en contra de principios básicos dentro de una democracia. Tampoco ahora, que la ministra del gobierno, Maria Paula Romo, ataca públicamente a compañeros de medios independientes como wambra.ec, denigrando su papel como comunicadores, no nos vamos a callar. Es más: en los últimos días, diferentes medios independientes están articulándose para colaborar en conjunto. Ello es necesario para brindar otro punto de vista y permitir que los habitantes se formen su propia opinión, más allá de lo que dicen los medios grandes que suelen estar muchas veces en sintonía con la clase dominante.

En vez de callarnos, vamos a revelar la experiencia de tres colaboradores de esta revista. Ellos cuentan de primera mano lo que han visto, oído, olido y sentido durante el paro nacional. Salimos para cubrir. Ahora revelamos para ampliar el horizonte.   

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Perdigones en el dedo, utopías en el corazón

 

Nunca imaginé que un cigarro fuera un objeto necesario para reponer el estado de salud de una persona. El ahogo, la flema, los mocos escurriendo, la tos con arcada y las sensaciones de vómito provocados por los gases lacrimógenos pueden ser aplacados casi completamente cuando le das dos bocanadas a un cigarro. He tenido, como buen fumador, diversas ocasiones en que el compartir un cigarro se vuelve un acto social de compañerismo; pero el verdadero concepto de cigarro solidario, el que hermana en el más profundo sentido de la palabra, lo aprendí ahí, detrás de los escudos hechos de antenas parabólicas o bajo las barricadas construidas con los adoquines de las calles.

La lluvia de bombas lacrimógenas y enceguecedoras lleva en un primer momento a un desorden; es como entrar en un trance de angustia por la falta de visión, la asfixia y el no poder controlar los signos vitales propios más elementales, sobre todo para quienes no estamos prevenidos. Inesperadamente aparece una mano salvadora con un cigarro, ofreciéndome, lejos de todo lo repetido tantas veces como el peor veneno que significa la nicotina y el alquitrán, un alivio momentáneo e inmediato hasta que vuelva la próxima lluvia de artefactos disparados sin piedad; pero estos instantes de recuperación significan justo el tiempo para pensar qué haré: si me quedo ahí o si salgo corriendo a una zona donde pueda respirar un poco más ligeramente.

Y como dicen que el hombre, para bien o para mal, se acostumbra casi a cualquier cosa, el estar tanto rato ahí bajo el bombardeo con la adrenalina disparada, va haciendo que me tome las cosas con más calma, que vaya distendiendo los sentidos de la alerta y que confíe un poco más; es un momento ventajoso para mi profesión, pues dejo de tomar fotos a lo loco y empiezo a pensar en mejores emplazamientos para obturar, en captar ángulos más beneficiosos que abarquen un panorama más amplio y en obtener mejores imágenes que denuncien esa atroz represión que están cometiendo las fuerzas armadas y la policía.

Debo pensar como fotógrafo y también estar pendiente de las explosiones. Las bombas lacrimógenas salen de los cañones y debo seguir su recorrido con mi vista para poder esquivarlas cuando vienen directo hacia mí y evitar un impacto que pueda ser fatal pues, aunque no estén consideradas armas letales y solo disuasivas, ya hay personas que han muerto a causa de su impacto. Me vuelvo experto en torearlas y en una especie de danza combino varios pasillos, los de buscar un mejor ángulo de foto y los de estar gardeando los proyectiles visibles.
Pero confiarse nunca es bueno. Además de las bombas lacrimógenas, los policías disparan bombas antimotines, que no puedes ver.

Escucho una explosión a un metro de mí y siento como si me hubiesen tirado arena en las piernas. Me reviso y a simple vista no tengo nada. Una muchacha enmascarada –a quien nunca reconoceré– me avisa que mi mano derecha está sangrando. Inmediatamente siento los ya conocidos gritos de «¡médico! ¡médico! ¡médico!» que suenan cada vez que un manifestante sale herido. Y aunque no tengo dolor ni me siento lesionado, llegan con bandera blanca los estudiantes de Medicina que asisten voluntariamente a los afectados, me sacan de la zona cero, me llevan a un lugar tranquilo y revisan el dedo medio de mi mano derecha. Al comprobar que tengo una esquirla metida, sacan una pinza, hurgan mi dedo, extraen de él un pedazo de perdigon, lo limpian y lo vendan. «Si te sientes mal, te llevamos a alguno de los hospitales cercanos que hemos improvisado», me dicen. Pero no, mi dedo parece como si le hubiese pasado un cuchillo de cocina: nada del otro mundo. Me levanto con intención de seguir haciendo fotos y otra persona se acerca a mí para solicitarme que realice una denuncia. La intención es que todos los heridos lo hagan, pues de esa manera es posible realizar registros estadísticos reales.

 

Lo que más me gustó de todos estos días fue la organización de un pueblo,
la perseverancia de luchar por lo que se quiere, la decisión de unirse para pelear
por sus derechos y lograrlo.

 

Finalmente, sigo mi camino pues siento que lo que me ha sucedido es un rasguño en comparación con otros casos: muchachos con cabezas partidas, con piernas desgarradas o con ojos enceguecidos.

Continúo, sí, pero con una carga psicológica muy fuerte que deviene de una toma de conciencia de los actos de represión: actos del cuerpo policial que dispara a mansalva sin importar si hay mujeres y niños dentro de los manifestantes. Además de las estadísticas, hay una serie de perjuicios que no se pueden representar en cifras:  el dolor de los familiares de los caídos, las intoxicaciones y asfixias, miles de perdigones en brazos y piernas, persecuciones posteriores a personas y muchos más que irán sanando poco a poco, dejando cicatrices de enseñanzas en todo el pueblo.

Miles de personas, aun cuando no estuvieron presentes en las primeras líneas de combate, organizaron cocinas colectivas o prepararon comida desde sus casas para llevarla a las zonas de paz y refugio humanitario ubicadas en varias universidades. Los panaderos donaron cestos y cestos de pan; gente de todas partes entregó zapatos, cobijas y medicinas para los manifestantes y sus familias; y jóvenes, hombres y mujeres, levantaron guarderías donde protegieron a los niños mediante juegos y cantos. A los policías no les importó: lanzaron proyectiles de gas lacrimógeno a estas ZONAS DE PAZ Y REFUGIO HUMANITARIO obligando a que los manifestantes y niños que descansaban en ellas sean evacuados.

Cafeterías y restaurantes ofrecieron sus cocinas para alimentar a la gente que luchaba. Varias familias prestaron sus casas para que los muchachos que llegaban intoxicados por los gases pudieran bañarse y descansar un poco antes de retornar a la zona de combate o punto cero.

El Arbolito y La Casa de la Cultura Ecuatoriana, lugares que fungieron como sedes centrales del movimiento indígena, fueron como una especie de hormiguero donde miles de personas entraban y salían sin parar: estudiantes voluntarios de Medicina que curaban a los heridos, periodistas de medios de comunicación alternativos tratando de decir a gritos la verdad y desmentir lo que los medios oficiales nunca dijeron, jóvenes cargados de agua con bicarbonato para asistir a quienes se ahogaban con los gases y gente común que decidió sumarse a las marchas.

Lo que más me gustó de todos estos días fue la organización de un pueblo, la perseverancia de luchar por lo que se quiere, la decisión de unirse para pelear por sus derechos y lograrlo. A mí en lo personal me devolvió muchas utopías y varias certezas.
Con esto no quiero decir que se logró todo, fue un primer paso que habrá que seguir empujando; faltan muchas respuestas después de la negociación entre el presidente Lenin Moreno y los dirigentes indígenas, pero ver la fuerza y la emoción de miles y miles de personas encabezadas por el movimiento indígena, la lucidez, la tozudez a pesar de haber puesto los heridos y los muertos, es algo que quedará en la historia y en mi cabeza.

Después de la supuesta calma, vienen también las reflexiones y algunas conclusiones: la mía es que nunca había tenido tanto significado aquella vieja y repetida consigna de ¡El pueblo unido, jamás será vencido!

 

El fotógrafo y documentalista mexicano-cubano Alejandro Ramírez Anderson vive en Quito. 

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manifestar-expresar-exponer-declarar 

“La gente que muerde la mano que le da de comer, generalmente lame la bota que le patea”. Cientos de personas llegaron el martes 8 de octubre a las inmediaciones de la Asamblea Nacional y volvieron el viernes de la misma semana. Ancian@s, hombres, mujeres y niñ@s abordaron el lugar de forma pacífica. Con las manos en alto entonaban consignas de tregua, “ni una bomba más, ni una piedra más”. Aprovecharon la calma para alimentar a sus niños y compartir sus provisiones, incluso con los policías que se encontraban en el interior del edificio legislativo. Minutos después, los mismos policías que usaron sus manos para recibir alimento del pueblo y para exhibir banderas blancas, arremetieron brutalmente, desalojando a la gente del lugar con una lluvia de bombas lacrimógenas totalmente innecesarias.


Cada cruce de calles era un campo de batalla. La intersección de las calles Yahuachi y Gran Colombia en Quito no fue la excepción. Durante días, este fue uno de los puntos más calientes del enfrentamiento debido a su cercanía a la Asamblea Nacional. Un fuerte resguardo policial bordeaba la zona creando un cinturón prácticamente impenetrable. A pesar de ello, no pudo faltar aquel personaje, osado, que dejó sin palabras tanto a policías como a manifestantes. Entre la preocupación y la risa, este personaje nos concedió unos minutos de calma mientras -a su manera- manifestaba su sentir.


Manifestación: acto y consecuencia de manifestarse o de expresar, exponer y declarar.  Esa necesidad de expresar nuestro sentir desde lo más profundo de nuestro ser que se materializa de diversas maneras. Para los que estuvieron y están, es fácil comprender el sentimiento que nace en nuestro interior, atravesando el alma y el corazón que emerge entre la ira y la esperanza para exteriorizarse y manifestarse en forma de grito, de puño arriba, de golpe, de lágrima, de grafiti, de arte, de abrazo, de palabra, de lucha. Para los que no estuvieron ni estarán, su incapacidad de comprender: vándalos.


Un factor común. Entre los manifestantes no solo se siente un fuerte olor a humo y a bombas lacrimógenas, se respira también un penetrante patriotismo exacerbado. Cual soldados defensores de la Patria, al más puro estilo Abdón Calderón no dejaban caer sus banderas, sin importar las bombas que caían sobre sus cabezas o los inminentes ataques del blindado policial. Más de una vez, escuché el himno nacional coreado por decenas de personas con los ojos llorosos y a todo pulmón. La fuerza pública, ¿también lucha por la Patria? ¿Lloran al escuchar el himno nacional?


Disparamos de ambos lados pero con armas diferentes. Mientras ellos nos disparan su furia lacrimógena y sus perdigones asesinos, nosotros respondemos con disparos de luz comprometidos, ponemos en riesgo nuestra integridad para poder mostrar al mundo lo que nuestros ojos tienen la oportunidad de presenciar, como un manifestante más en las primeras filas, para poder evidenciar lo que ahí sucede, justo ahí donde las grandes empresas de comunicación nunca estarán.  Un abrazo solidario para tod@s los compañer@s que desde el frente cumplían su deber de informar.

Alberto Romo, fotoperiodista ecuatoriano, vive en Quito

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El pueblo se levanta y el gobierno lo acorrala como animal 

Fue el sábado 5 de octubre 2019 cuando viajé en bici hasta Quitumbe, en el sur de Quito, para documentar la llegada de las primeras comunidades indígenas. Pero la información que tuvimos fue tan falsa como otras que circularon entre el 2 y el 13 de octubre 2019. Las comunidades recién se estaban levantando en sus territorios, todavía lejos de la capital. Así que seguía el viaje, por momentos en camionetas privadas, por momentos en bici: hasta Tambillo, Machachi, Chaski. Y a la noche, después de las 22h00, llegué a Latacunga, cien kilómetros al sur, en la provincia de Cotopaxi.
Claro, ese no fue el plan, pero la búsqueda de lo que estaba pasando en el país me dejó pedaleando. Y lo que vi durante este viaje confirmó lo que los medios hegemónicos trataron de tapar: que el pueblo se estaba levantando. 

Vi el levantamiento en el puente de la localidad Guayatacama, donde los moradores bloquearon la ruta con llantas encendidas y con sus propios cuerpos. Vi al día siguiente cómo los vecinos entre Latacunga y Salcedo cortaron la ruta con árboles, convencidos de quitarlos recién con la derogatoria del decreto 883. Un par de horas después vi entre Salcedo y Panzaleo cómo el pueblo encerró a los militares y -después de un enfrentamiento sangriento el día anterior- los echó de la carretera pacíficamente.
Al día siguiente llegaron cientos de personas de diferentes comunidades a Latacunga. Marcharon primero por las calles angostas de la capital cotopaxense, después encararon viaje hacia el norte, hacia Quito. Muchos de ellos vinieron de comunidades indígenas, pero también hubo estudiantes, trabajadores, desempleados y amas de casa. Era evidente que el levantamiento no se limitaba al movimiento indígena, como se quería sugerir, fue más bien un levantamiento de varios sectores vulnerables dentro del pueblo ecuatoriano.

Dos días después, de vuelta en Quito, y todavía antes de la llegada de la marcha indígena, estaba agotado y dejé el campo de cobertura a mis colegas. Ellos documentaron los siguientes días: con videos, fotos y audios. Para nosotros era indispensable cubrir las protestas, la violencia y la represión que se vivió en el país. En primer lugar, porque fue desproporcionada y dejó varios muertos y decenas de heridos graves. Y segundo, porque faltaba la cobertura de los medios de comunicación masivos. En ese entonces, ellos celebraban la normalidad y hablaban -solo para mencionar un ejemplo- que el lunes 7 de octubre los estudiantes iban a tener clases. Establecieron un conglomerado de silencio que se pudo romper -aunque sea parcialmente- gracias a los medios digitales independientes y a miles de personas filmando y subiendo videos a Facebook&Co.

Yo salí de nuevo a la calle el miércoles 9 de octubre, día del paro nacional. Ya era de tarde cuando la policía intensificó sus ataques y comenzó a disparar sistemáticamente gas lacrimógeno al parque El Arbolito en el centro de Quito. Incluso los médicos y estudiantes de medicina, que prestaron primeros auxilios, se habían retirado. De un minuto a otro, varios manifestantes corrieron hacia mí y, de repente, escuché el chasquido metálico de la valla de la Casa de la Cultura. Estuvimos acorralados como cerdos antes de ser liquidados. Algunos de los manifestantes comenzaron a trepar la valla, de casi tres metros de altura. Ahí me di vuelta con mi bufanda apretada sobre la cara y con lágrimas en los ojos, y me di cuenta del peligro. A unos veinte metros estaba la policía a caballo, con batutas y pistolas de gas lacrimógeno en la mano. El silencio que rodeaba los caballos en medio de una nube gigante de gas, era escalofriante.

Corrí hacia la calle y, entrando en pánico, cometí un error que debí haberlo evitado en una situación como esta: respiré por la boca. Mi garganta prendió fuego de forma inmediata. El gas entró a mi estómago, a mis intestinos y ablandó mis piernas. Corrí y respiré, no sé cómo, manteniendo los ojos cerrados lo mejor que pude. A mi alrededor estaban docenas de personas en la misma situación. Jadeando nos arrastramos fuera de la zona de peligro. Algunos vomitaron y otros se echaban vinagre o agua con bicarbonato en los ojos y cavidades nasales. 

Nuestros cuerpos envenenados con gas lacrimógeno van a necesitar
un tiempo para recuperarse. Pero para que se cierren las heridas
en el alma del pueblo se necesitará más tiempo. 

Después de unos minutos, me paré en la avenida 12 de octubre que conduce a las universidades. En breve estas fueron atacadas, a pesar de que eran zonas de protección donde descansaban madres con sus hijos. Desde lejos se veían a los policías en motos, y no cabe duda: la fuerza pública avanzó con la única tarea de dispersar a la gente, sea como sea. 

Fue la noche que mataron a Segundo Inocencio Tucumbi Vega. Después el gobierno, responsable por la enorme violencia policial durante el paro, habló de una caída. Otras fuentes dijeron que él había sido pisoteado por los caballos. En cambio, el hijo de Segundo Inocencio Tucumbi Vega, que también estaba en la escena, dijo que la policía disparó un proyectil de gas lacrimógeno contra la cabeza de su padre. El hombre, de 50 años, era oriundo de la provincia de Cotopaxi -donde comenzó nuestra investigación- y es una de las al menos ocho personas que murieron en las protestas entre el 2 y el 13 de octubre. 

Durante el funeral al día siguiente, junto con más de 10.000 personas, me di cuenta de la suerte que he tenido el día anterior. No como los cientos de manifestantes que salieron heridos graves: con asfixias, con ojos destrozados o con piernas, brazos o cráneos quebrados. Yo solo sufrí un par de días de náuseas, pérdida de apetito y diarrea, como otros también. Nuestros cuerpos envenenados con gas lacrimógeno van a necesitar un tiempo para recuperarse. Pero para que se cierren las heridas en el alma del pueblo se necesitará más tiempo. 

El periodista suizo-argentino y coordinador de mutantia.ch Romano Paganini vive en Quito.

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