Tijuana: La línea como último límite

Sobrevivieron a la selva, fueron perseguidos por bandas de narcotraficantes y se han enfermado en una de las cárceles de Estados Unidos: Los migrantes entre Tijuana y San Diego han vivido de todo y no tienen nada para perder. Reportaje desde la frontera México – Estados Unidos conocida como “La línea”, escrito en cuatro capítulos.

 

Prólogo

7 de agosto de 2019, Tijuana, México. – El conductor con corbata a rayas y camisa blanca está esperando en su “Stretch limousine” a sus clientes. Llegan del otro lado de la frontera y se alojarán en uno de los locales publicitados en una de las puertas de la limusina: Las Chavelas, Hotel Cascadas o Hong Kong Gentlemans Club. Lugares con champán caro y mujeres desnudas. Inmediatamente, detrás del vehículo, unos viajeros se empujan por la puerta giratoria de metal. Hace unos momentos estaban todavía en los Estados Unidos, ahora están en Tijuana, México. Es el final del día y los trabajadores fronterizos vuelven a casa. Muchos de ellos son mexicanos, pero también estadounidenses se han establecido aquí. Ya no pueden pagar los alquileres allá.

En la esquina hay unos cuantos taxistas, un vendedor intenta deshacerse de los cartuchos plásticos para los celulares y el hombre de la oficina de turismo explica en inglés a algunos turistas cómo llegar seguro al centro de la ciudad. Al frente, camino a San Diego, los carros están atascados como siempre. Tijuana no solo es una de las ciudades más peligrosas del mundo sino que, además, tiene unos de los cruces fronterizos más frecuentados. La gente se pasa horas esperando a que las autoridades estadounidenses comprueben los papeles, filmen sus rostros y revisen los carros, a menudo con perros.

Mientras unos quieren entrar, otros son expulsados. Casi todos los días un autobús estaciona fuera de las puertas de Tijuana y de él salen los hombres que han sido detenidos y a quienes, ahora, les quitan las esposas y grilletes. Luego entran por la puerta giratoria hacia la nueva y vieja libertad: ¡Bye Bye United States of America, Bienvenido México! Los deportados tienen que esperar diez años antes de poder volver a entrar legalmente a los Estados Unidos. Pero como muchos de ellos se han establecido hace tiempo en América del Norte, lo hacen como los desesperados refugiados de América Central o de África: cruzan la Frontera Verde.

* * *

 

Capítulo 1 – La lista en la línea

Son las siete de la mañana y la línea sigue tranquila. Los primeros migrantes se han sentado en la vereda debajo del puente de la autopista, observando la situación en silencio. En el área de la gendarmería mexicana, algunas mujeres y hombres se sientan bajo una sombrilla -todos ellos también migrantes- y ponen una lista sobre la mesa: un libro grueso con nombres y números, algunos supuestamente escritos solo con lápiz. Bajo el puente de la autopista empieza a circular el rumor de que hoy algunos de ellos van a poder cruzar la línea.

Ese no fue el caso en los últimos días. “En cinco de diez días”, nos dice Greg*, de Estados Unidos, que viene todos los días a distribuir avena gratuitamente, “no se dejó pasar ni a una sola persona. Por eso la gente está nerviosa”. Como ayer, cuando un joven africano gritó con lágrimas que había sido engañado por la gente debajo de la sombrilla y que quería que le devolvieran su dinero. Varios de sus compañeros trataron de calmarlo. Los mexicanos enviaron inmediatamente más gendarmes a la zona.

 

Coimas debajo de la sombrilla

Desde hace dos años existe el sistema de la lista en la frontera mexicana de Tijuana. Los recién llegados reciben un número de cuatro dígitos, son anotados y luego tienen que esperar, hasta que su número sea nombrado. El objetivo de este ejercicio: crear una zona de amortiguamiento entre los migrantes y la frontera real. Según algunas organizaciones sociales, no existe ninguna base legal para este procedimiento.

Al principio el proceso duró unos días, luego unas semanas, pero hoy en día los migrantes esperan meses antes de poder exponer su caso frente a las autoridades migratorias de los Estados Unidos. Un venezolano, que desde fines de mayo está esperando en Tijuana, cuenta que hasta hace poco la lista era de acceso público. Todos podían ver con sus propios ojos cuando estaban a punto de ser llamados. “Este ya no es el caso. Hay arbitrariedad y las personas que administran la lista son sobornadas”.

Esta observación es confirmada por testigos oculares. Una voluntaria de San Diego nos cuenta que ayer vio a una mujer embarazada dando cuatrocientos dólares a un hombre bajo la sombrilla y este la dejó pasar como si nada.

Se sabe hace años del drama humanitario en la frontera entre México y los Estados Unidos. Pero para Donald Trump esto no es un problema, sino agua para su campaña electoral. El efecto de la política de aislamiento se refleja en las muertes de aquellos migrantes que no lograron cruzar el mar, el río o el desierto. Anualmente, se estima, mueren alrededor de 500 personas en la línea.  “Se están haciendo todos los esfuerzos posibles para disuadir o desgastar a los migrantes”, dice Greg, poniendo avena en el vaso de cartón de una persona sin techo. En los Estados Unidos, la gente ni siquiera es consciente de las tensiones que han sufrido y de los peligros a los que se han visto expuestos. “Ahora estas personas están aquí y no pueden regresar así no más”.

Greg cree que la política de demora de Trump tiene como único objetivo provocar una escalada en la frontera mexicana. “Entonces”, está convencido, “los Estados Unidos tienen una razón para cerrar sus fronteras por completo”.

 

2681, 2682, 2683

De repente la mesa debajo de la sombrilla se vacía y dos mujeres se colocan detrás de las barreras: una con la lista en la mano, la otra con un megáfono. Al lado de ellas están unos pocos hombres robustos, insistiendo en que no les hagan fotos. Mientras tanto, alrededor de 150 migrantes se han reunido frente a la línea, la mayoría de ellos de África, de América Central y del Sur y de Haití: 2681, 2682, 2683. La gente que fue llamada camina hacia las dos mujeres y firma uno u otro papel en su camino a los Estados Unidos.

Más tarde, Guerline Josef, de la Haitian Bridge Alliance, una de las varias organizaciones locales de ayuda, nos cuenta que en el pasado se permitía el paso de hasta setenta personas diariamente. Hoy son de diez a veinte, “a veces menos”. 

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Capítulo 2 – La fosa común en la jungla 

Después de unos minutos las mujeres con la lista y el megáfono se retiran bajo la sombrilla y la multitud se disuelve lentamente. En cambio, Jeremy Mulah*, de Liberia, ve cómo fotografiamos las escenas anteriores. “¿Eres periodista?”, pregunta en inglés, y dice: “Hay mucho para contar”. Y sin mucho alboroto, Jeremy se sube las mangas de su delgado suéter y muestra sus dos codos. Vemos cicatrices de puñaladas y nos cuenta que también le han quebrado la clavícula.

Los que le hicieron esto le exigieron a Jeremy que bebiera sangre fresca. En Liberia, al igual que en otros países africanos, todavía se producen los llamados asesinatos rituales. Aún algunas personas cortan las orejas de los muertos y les sacan sus ojos y sus órganos. Bebiendo su sangre, así la creencia, obtienen poderes extraordinarios.  

“Soy cristiano”, dice Jeremy durante la conversación varias veces. “No puedo participar en tales rituales”. Pero justo a esto le obligaron en Liberia. Por su resistencia, el hombre de 39 años pagó con torturas. Y mientras la gente de su entorno desaparecía sin dejar rastro, Jeremy Mulah un día se dio cuenta: “La única manera de seguir viviendo es huyendo”.

Ocho metros de alto y más de mil kilómetros de largo: El cerco en la línea entre México y Estados Unidos fue construido a partir de 1994 bajo el gobierno de Bill Clinton. 


Lo hizo como muchos migrantes de África y compró un pasaje de avión a Quito. A diferencia de otros países latinoamericanos, la entrada a Ecuador es muy fácil. Fue el comienzo de una odisea que duró varias semanas, a pie y en autobús. Entre Quito y Tijuana hay varios miles de kilómetros.

Como le aconsejaron, Jeremy sobornó a los funcionarios de la frontera en Colombia y pagó a sus Coyotes por la parte más difícil del viaje: la marcha de cinco días a través de la selva en la zona fronteriza entre Colombia y Panamá. Cuenta que ha estado con más de mil hombres y mujeres en el camino, vadeando los pantanos y nadando a través de los ríos. Por la noche intentaba dormir unas horas, sea como sea. Los que ya no tenían agua ni comida bebían del río y comían lo que encontraban. O se convertían en parte de la fosa común: “He visto más de cien muertos”, dice Jeremy, “abandonados en el camino hacia el norte”.

Hace un mes y medio llegó a Tijuana y le dieron un número de cuatro dígitos: poco más de 3.800. Duerme en un apartamento y comparte la cocina y el baño con otros hombres de África. Dinero recibe de sus amigos y familiares que hace mucho tiempo viven en los Estados Unidos. “De otra manera no podría sobrevivir. Después de todo, no tengo permiso de trabajo”. Y cruzar la Frontera Verde para él no es una opción. “Quiero considerar las leyes de aquí”.

 


“En México, migrar no es un crimen. Nuestro país simplemente hace el trabajo sucio de Estados Unidos. Pero la responsabilidad de la situación actual recae en Washington”

Paulina Olvera Cáñez, presidenta de Espacio Migrante
una organización sin fines de lucro.


 

Los africanos que esperan ser admitidos en Tijuana provienen de Eritrea, Sudán del Sur, Senegal, Liberia o Congo. Sin embargo, la comunidad más grande llega desde Camerún. Según el portal en línea heraldodeméxico.com.mx, a mediados de julio llegaron otros cien migrantes del Estado africano. Muchos de ellos no tienen dinero para comida o techo. Pero quedarse en Camerún tampoco  era una opción. Allí, como minoría angloparlante, fueron perseguidos, oprimidos o torturados durante meses por la mayoría francófona. El Estado de África Occidental está en una guerra civil y se habla de más de medio millón de personas desplazadas.

Entre ellos se encuentran también los cameruneses que se han asentado al otro lado del Río Tijuana -una cloaca sin parangón- en una casa que ha quedado en la estacada, a pocos metros de donde pasa el “corredor de seguridad” para los turistas. Jeff*, de unos cincuenta años, también está de pie frente a la casa. También es originario de Camerún, pero ha vivido en San Diego durante más de veinte años. Hoy ha cruzado la línea para ver qué puede hacer por sus compatriotas refugiados, como dice.

Aparentemente tuvo que beber algo de coraje, huele a alcohol. “Les digo” -comienza Jeff y hace gestos grandes con sus brazos- “que no tiene sentido irse a Estados Unidos. Allí les espera solo la muerte. Mejor es Canadá, allí la entrada es mucho más fácil”.

Los hombres que lo escuchan cruzan los brazos y lo examinan de arriba a abajo. Puede que sea uno de ellos, pero no ha sido amenazado ni torturado en los últimos meses, ni ha tenido que atravesar la selva. Mientras tanto, algunas mujeres se han unido y quieren saber de dónde se entera Jeff de todo esto, después de todo vive en los Estados Unidos. Allí, el hombre ligeramente fornido vuelve a extender las manos y agita sus brazos.

 

Con la hermana muerta en los brazos

A uno de los oyentes, un poco apartado del grupo y con apenas veinticinco años, le preguntamos si las historias de la selva panameña son ciertas. Ahí saca su celular del bolsillo y muestra dos videos. En uno de ellos, una docena de africanos cruzan un río; a algunos el agua les llega hasta el pecho, a otros hasta el cuello. Sus pertenencias llevan en la cabeza.

El segundo video muestra a un joven que también está de pie en el agua. Pero en lugar de sus cosas, tiene el cuerpo de una mujer en sus brazos. “Esa es su hermana”, dice el dueño del celular, esperando unos segundos más antes de apagar el video. El hombre en la pantalla grita y llora a la cámara tratando de ajustar el corpiño mojado de su hermana. Al menos ahora que se ha ido, intenta que su hermana sea tratada con dignidad.

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Capítulo 3 – Los ayudantes entre la espada y la pared

Si uno quiere ir a Espacio Migrante, primero tiene que pasar por un portero. Él pide el nombre, el carné de identidad y el motivo de la visita, y luego se asegura con sus superiores de si puede abrir o no la puerta de metal pesado. Alrededor del Centro Cultural, a pocos metros de la línea, se construyó una valla alta. Es para proteger a los inmigrantes que adentro se dejan asesorar jurídicamente, que participan en terapias individuales o grupales, que asisten a cursos de inglés o español o que pernoctan en el albergue. Recientemente las autoridades migratorias mexicanas han comenzado a patrullar en Tijuana, acompañadas por los militares. Revisan pasaportes y papeles y encarcelan a quienes no los tienen.

Son los precursores de lo que todas las ciudades fronterizas del país esperarán en las próximas semanas. El gobierno central ha cedido a la presión de Washington de fomentar el control en las fronteras. Caso contrario, así amenazó Trump a su homólogo Andrés Manuel López Obrador, Estados Unidos subiría los impuestos de importación a los productos mexicanos; casi un cuarto del PIB mexicano se basa en las exportaciones al país vecino. Entonces, López Obrador reaccionó y mandó 15.000 efectivos de la Guardia Nacional a las fronteras de su país.

 

El racismo de Tijuana

Después de unos minutos aparece Paulina Olvera Cáñez, fundadora y presidenta de Espacio Migrante, una organización sin fines de lucro. Nos pide que nos sentemos en el sofá en la sala grande de entrada: a la derecha hay unos cubos de plástico llenos de agua para emergencias, más atrás una exposición sobre la situación migratoria en Tijuana, realizada por un fotógrafo local.

Recién este viernes, cuenta Paulina, llegó una camioneta de la autoridad migratoria y detrás un vehículo militar. “Durante más de cuarenta minutos observaron lo que estaba pasando alrededor del centro”. Al día siguiente una habitante de Espacio Migrante fue arrestado en la calle; ayer se repitió lo mismo con un hombre de Haití. Ambos fueron liberados gracias a la intervención de abogados.

 


“En algún momento, las personas se desesperan tanto que caen en una depresión, consumen alcohol y drogas y terminan en la calle”

José María García Lara,
director del Movimiento Juventud 2000, una iniciativa ciudadana


  

“Eso ha causado angustia entre nuestros residentes”, dice la mujer de 31 años. Algunos apenas salen del albergue y esperan que su número en la línea sea llamado pronto. Otros, en cambio, se están preparando para quedarse en Tijuana. “Hace tiempo que la ciudad dejó de ser sólo un lugar de paso”, señala Paulina. Tijuana se convirtió en un lugar de captación por aquellos que no han llegado a Estados Unidos, pero tampoco pueden regresar a sus países. Las autoridades locales tendrían dificultades para hacer frente a esta nueva situación. “Hay poca voluntad de conceder a los migrantes sus derechos fundamentales, por ejemplo, educación”, dice la mexicana. “Es más probable que los ignoren o discriminen”.

En el sur de México, en la frontera con Guatemala, los controles fronterizos ya fueron reforzados en junio, en parte por las fuerzas de seguridad que apenas están capacitadas para tratar con migrantes. Por lo tanto, las organizaciones locales están en alerta y tratan de registrar cada violación de los Derechos Humanos.

 

Informar mejor a los migrantes 

Paulina Olvera Cáñez dice que ahora, con la nueva política implementada, van a examinar también más de cerca lo que está pasando en la frontera norte e informar mejor a los migrantes, por ejemplo sobre sus derechos. “En México, migrar no es un crimen. Nuestro país simplemente hace el trabajo sucio de Estados Unidos. Pero la responsabilidad de la situación actual recae en Washington”.

Después de todo, fue el gobierno de allí que apoyó el golpe de Estado en Honduras en 2009, por ejemplo. Además, ha estado apoyando a varios presidentes centroamericanos hasta el día de hoy, a pesar de que sus países se están hundiendo en pobreza y violencia. “Estados Unidos no quiere admitir”, dice la especialista en estudios latinoamericanos, “que gran parte de la migración es provocada por su agresiva política exterior”.

A unos cien metros al oeste de Espacio Migrante se encuentra otro de los casi veinte albergues de Tijuana. Aquí, las veredas están desgastadas y los charcos al borde de la carretera están compuestos por aceite de motor. Uno de los tantos dueños de garajes de la zona patea fuertemente a su perro porque no quería seguirlo. Más adelante, poco antes de la entrada al refugio, una familia de El Salvador pasa al lado de un hombre que acaba de inyectarse una jeringa a su hueco poplíteo.

Una periodista y un fotógrafo estadounidense abandonan la oficina de José María García Lara, conocido como Chema, un interlocutor popular por su experiencia y franqueza. El hombre de 52 años es el director del Movimiento Juventud 2000, una iniciativa ciudadana que acoge a unas 140 personas en las carpas de su albergue. Muchos de los habitantes provienen de Honduras y El Salvador y hasta hace poco vivían al otro lado de la línea. Fueron deportados hace unas horas o días y no saben cómo van a seguir sus vidas.

A Chema le preocupa el anuncio del gobierno estadounidense de que pronto deportará a un gran número de mexicanos sin papeles. Inicialmente, así se comunicó, se tomarán medidas específicas contra unas 2.000 personas en doce ciudades de Estados Unidos. “No estamos preparados para recibir a tanta gente a la vez”, dice Chema, señalando la alta ocupación de los albergues de Tijuana. A él mismo le quedan solo unas diez plazas.

En la ciudad se habla de que el gobierno del Distrito Federal está a punto de construir un albergue gigante en Baja California. Pero no se sabe cuándo y dónde.

 

Limpiar ropa en la cloaca

Los que llegan del sur o del norte a Tijuana –refugiados o deportados- y que no tienen a nadie que les ayude con dinero de forma regular, terminan en la calle. En el Río Tijuana, por ejemplo, algunos migrantes se han asentado en la alcantarilla, a pesar del olor espantoso. Algunos incluso lavan la ropa en la cloaca, otros hace tiempo que se han rendido, posiblemente años. Duermen donde pueden, comen de la basura y han comenzado a hablar solos.

“Este es el otro lado de la política migratoria actual”, comenta Chema: es decir, aquellos de los que nadie quiere oír y de los que nadie quiere hablar. “En algún momento, las personas se desesperan tanto que caen en una depresión, consumen alcohol y drogas y terminan en la calle”.

Aquellos que antes lograron alejarse de Tijuana, de las tácticas desgastantes en la línea, generalmente lo hacen silenciosamente. “Es muy raro”, dice el director de la iniciativa ciudadana, “que los inmigrantes digan a dónde van”.

* * *

 

Capítulo 4 –Embarazada en la refrigeradora

María está al otro lado de la línea. Después de varias semanas de viaje y espera, junto con su marido, sobrevivió también las tres noches en una de las “Ice-Boxes” en las afueras de San Diego. No les quedó más remedio que dejar su pueblo ubicado en la Provincia de Michoacán, pues su casa de campo quedaba en un espacio donde se producían frecuentes tiroteos provocados por bandas de narcotraficantes y militares, bandos que no cesan de librar sangrientas batallas. Durante los tiroteos tenían que esconderse bajo su cama, una y otra vez. Además, debian rendir cuentas -por pedido de los narcos y los militares- de lo que hacía cada bando. O sea: un peligro constante.

Llegó un día en que no soportaron esta situación densa y se pusieron en contacto con antiguos vecinos. Ellos ya se habían ido a vivir a California hace años, así como lo habían hecho otros miembros de su familia y “bueno, casi la mitad de la aldea”. La decisión estaba tomada. María y su esposo empacaron sus cosas y se dirigieron al norte.

Más de dos meses esperaron en Tijuana hasta que nombraron su número. Luego fueron separados: el marido fue llevado a una celda con hombres, María a una con niños y mujeres, muchas de ellas embarazadas. Allí el aire acondicionado estaba encendido las 24 horas del día, de ahí el nombre “Ice-Box”, que significa refrigeradora. La luz del techo también estaba prendida sin interrupción. “No sabías si era de día o de noche”, recuerda María, “la celda no tenía ventanas”.

Compartió la habitación con otras ocho personas. El baño formaba parte de la celda de veinte metros cuadrados y sólo estaba separado por una pared de un metro y pico, sin puerta. Las mujeres y niños se cubrieron con mantas de papel de aluminio, pero el frío era insoportable. “Y nuestras peticiones de apagar el aire acondicionado fueron ignoradas”. Una de las mujeres había estado en la celda durante más de diez días y tenía graves problemas respiratorios. Pero el doctor que ella exigió tampoco apareció.

 

El marido quedó preso

Se están haciendo todos los esfuerzos posibles para disuadir o desgastar a los migrantes, dijo Greg, el joven activista con su olla de avena. María fue disuadida y desgastada. Pero de repente, después de tres días, fue liberada y puesta en un autobús a Los Ángeles. Incluso el boleto para el viaje siguiente fue pagado, aparentemente por un pariente de Estados Unidos. Ella dejó todo en Michoacán, excepto su maleta, su teléfono celular y la ropa que llevaba puesta.

La mujer que está en sus treintas cuenta todo esto por la madrugada en “Dennys”, una cadena de restaurantes estadounidense. Está esperando la siguiente conexión de autobús. Al salir el sol, este 4 de julio, fecha conmemorativa del Día de la Independencia de Estados Unidos, un grupo de padres e hijos de la vecindad entran al restaurante y piden platos enormes para desayunar.

María bebe su taza de café, pero no puede terminar de comer sus panqueques. En los refrigeradores le servían todos los días lo mismo: tacos con frijoles y hamburguesas. Su estómago esta revuelto y además se preocupa por su marido. Él no fue liberado. Y no se sabe si va a ser testigo del nacimiento de su primer hijo. Porque María está embarazada en el séptimo mes.

*nombre modificado

 

Texto y fotos: Romano Paganini