Cientos de personas fueron heridas por gases lacrimógenos, perdigones e incluso armas de fuego. Docenas terminaron con huesos quebrados y dientes rotos o perdieron parte de su audición u ojos. Al menos once manifestantes fallecieron. Son hechos que el gobierno del Ecuador trata de negar. Pero nuestras conversaciones con médicos, abogados, voluntarios y también con heridos en el Hospital Eugenio Espejo de Quito lo evidencian: durante el paro nacional la política represiva del Estado fue desproporcionada.
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Edgar César Yucailla Álvarez
3 de noviembre de 2019, Quito. – Cuando visitamos a Edgar Yucailla en el hospital, diez días atrás, tenía sus ojos abiertos y movía un poco su brazo y pierna derecha. Su cabeza estaba vendada con una tela blanca y en su cadera llevaba unos pañales. El presidente de una pequeña organización de Guamote, Provincia de Chimborazo, que agrupa comunidades de trabajo colectivo, sufrió un trauma cráneo encefálico severo, debido al impacto de una bala de plomo. Su cara brillaba ese día y su respiración se aceleraba cuando su hermano Carlos -que lo estaba cuidando en el octavo piso del Hospital Eugenio Espejo- nos relataba lo que pasó aquel sábado.
Era el penúltimo día del Paro Nacional. Edgar Yucailla (32) llegó temprano al Parque El Arbolito en el Centro de Quito junto con un grupo de compañeros. Los campesinos vinieron para manifestar su descontento, su preocupación y también su indignación por la situación económica en Chimborazo, una de las provincias más pobres de Ecuador. Pero en lugar de encontrar oídos dispuestos a escuchar, como sugería el gobierno, encontraron una fuerza pública dispuesta a matar. A Edgar no lo mataron en ese momento, pero -así cuentan testigos- le dispararon a la cabeza. Desde atrás, como destaca Carlos. Edgar cayó a la tierra y se quedó tirado hasta que el gas lacrimógeno se diluyó y un amigo lo llevó al Eugenio Espejo. Sus chances de sobrevivir eran mínimos.
El martes pasado, diecisiete días después y cinco posteriores a nuestra visita, murió. Edgar César Yucailla Álvarez es la undécima víctima letal registrada del Paro Nacional.
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L@s herid@s y sus familiares
Una de las primeras imágenes de Salvador (55) en el Eugenio Espejo apareció dos días después del Paro en Facebook. Su pierna derecha, quebrada por una bomba de gas lacrimógeno y ahora envuelta en yeso con placas metálicas, circuló por las redes. Diferentes donantes le llevaron sobres con billetes verdes a su habitación mientras el hombre asiente con su gorra de lana en la cabeza, que dios les pague.
Salvador vive en Quisapincha, un pueblo en las afueras de Ambato, donde tiene una pequeña tierra sembrada con papas, habas, mellocos y cebada. Pero la agricultura no rinde, “vendemos un quintalito, dos quintalitos”. Por eso, desde hace diez años, vende también caramelos en los semáforos de la capital tungurahuense. Un trabajo precarizado, como muchos otros en Ecuador.
Es por eso que vino a Quito y se paró frente al edificio donde suelen debatir l@s polític@s del país: la Asamblea Nacional. El pueblo -en lugar de los representantes del pueblo- estaba ahí. También Salvador. Vino a expresar su descontento por el decreto 883 que planteaba eliminar los subsidios a la gasolina y al diesel de un día para el otro y cuya ejecución hubiese llevado a una mayor presión económica, afectando a ciudadanos como él.
Son las tres y pico de la tarde, cuando la fuerza pública empieza a disparar a los manifestantes. Uno de los proyectiles impacta en la pierna de Salvador, la sangre se desparrama por su zapato. Le quiebra la tibia y desde ese momento el padre de dos hijas y abuelo de cuatro niet@s está internado en el Eugenio Espejo.
Al lado de su cama, en el quinto piso, está su hija mayor María Margarita; de repente, al escuchar como su padre relata la historia de su herida, estalla en llanto. Cuenta sobre sus hijos de entre 8 y 16 años, que están, hace días, en el campo con poca comida. “Él nos mantenía”, dice María Margarita, “nos daba comidita para la escuela, cositas para mis hijos”. Salvador es la cabeza de la familia: sin su trabajo en los semáforos, la familia no come. Y hasta que Salvador pueda regresar a la calle, sin molestias en la pierna, pasarán varios meses.
L@s herid@s confirman: policías y militares apuntaron a los cuerpos
Es una situación que se repite en varias familias del país. “Ellos vinieron a protestar porque ya estaban mal en su día a día”, dice Kary, una voluntaria que acompaña a los familiares de los heridos. “Pero ahora están peor que antes”. Con la colaboración de organismos internacionales, Kary les puede comprar comida, medicina y viajes. La psicóloga también les ayuda en la búsqueda de médicos, oftalmólogos y psicólogos voluntarios para poder realizar los cuidados que los hospitales públicos no brindan. “Varios de los heridos están con un trauma psicológico”, cuenta, “hasta con intentos de suicidarse”.
Durante nuestras visitas en el Eugenio Espejo nos hemos topado con este miedo, con la tristeza y la desesperación de quienes cayeron durante el Paro. Por ejemplo, Juan Carlos (35) de Imbabura, el transportista de frutas y verduras en cuya mano explotó una bomba de gas lacrimógeno, cuando intentaba lanzarla de vuelta hacia la policía; todavía no sabe si perderá el dedo medio y el anular. O Julio (35) de Chimborazo, el taxista que perdió el ojo izquierdo por el impacto de una bomba de gas lacrimógeno. O Darwin (23), el trabajador de Pichincha, quien también perdió su ojo luego de haber recibido un disparo en la cabeza desde un carro blindado. O Luis (27), el albañil, también de Pichincha, a quien se le quebró el radio del brazo tras recibir un disparo a poca distancia. Los cuatros son padres y los cuatros no saben cuándo volverán a sus trabajos. Si es que podrán volver.
Todos ellos afirman lo que se evidencia en las fotos y en los vídeos: policía y militares apuntaron con sus armas a los cuerpos de los manifestantes. Y si se disparan bombas de gas lacrimógeno o perdigones a poca distancia -eso se evidencia actualmente en las protestas de Irak-, éstas pueden ser letales.
A Salvador (55) se le quebró la tibia por el impacto de un gas lacrimógeno.
Él es la cabeza de su familia y no sabe cuando vuelve a su trabajo.
Julio (35) perdió su ojo izquierdo, debido a una bomba de gas lacrimógeno.
No sabe si puede volver a su trabajo como taxista.
A Juan Carlos (35) le explotó una bomba de gas lacrimógenos en la mano derecha.
No sabe si pierde el dedo anular y el dedo medio.
Podemos alargar la lista de los heridos del Eugenio Espejo, con Wilmer (25) y Edwin (32), ambos por impactos en la pierna. O con Lorena, que en el último día del Paro ayudó a bloquear una calle frente a su casa en Sangolquí. Cuando los militares llegaron al lugar y comenzaron a disparar, la alumna quiso esconderse en un bosque cercano. Pero el gas lacrimógeno y los perdigones llegaron también. “De un momento a otro me caía una bomba hasta que me quedé desmayada”, cuenta la chica de quince años, envuelta en un bata de baño azul en la oftalmología del hospital.
Con una moto la llevaron primero al hospital de Sangolquí, pero debido a la gravedad terminó en el Eugenio Espejo. Y mientras los líderes de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) lograron que el gobierno del Estado Central derogue el 883, y las calles se llenan con gente festejando, a Lorena la operan en Quito. Lo que la chica en este momento todavía no sabe: su ojo izquierdo está destrozado, igual que parte de su nariz.
Recién después de la tercera y última operación le cuentan la verdad. “Los médicos tenían miedo a que no sobreviva”, cuenta Cristina, tía de Lorena. Ella también estuvo en la calle aquel domingo, formando un cerco humano con otras mujeres. Intentaron conversar con los militares, ya que muchos de los vecinos tienen familiares en el ejército, como el primo de su marido. Ustedes también son del pueblo. Pero no hay forma. “Para que dejemos de protestar nos lanzaron bombas, y como eran muchos militares, llegaron a varios puntos, también al bosque. Ni les importaba que había niños”. Uno de ellos era Lorena.
A su tía le da iras cuando reflexiona sobre las causas de la protesta. “Fue una mala decisión del Presidente”, dice y manea la cabeza. “No estoy de acuerdo con que ahora él tape con otras cosas lo que ocurrió”.
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El miedo de los médicos y la censura del Estado
Lorena, Edwin, Wilmer, Luis, Darwin, Julio, Juan Carlos y Salvador: son solo ocho de los 1340 heridos civiles durante el Paro Nacional entre el 2 y el 13 de octubre, registrados por la Defensoria del Pueblo. A estos datos hay que sumar los 80 militares, los 435 policías, y las docenas de herid@s que fueron atendid@s de forma ambulante en las diferentes Universidades de Quito, en las calles, en la Casa de la Cultura. Ell@s no aparecen en las estadísticas, al igual que las personas que ni siquiera se dejaron atender por miedo a posibles represiones. No hubo, y no hay, garantía de seguridad para l@s que cayeron durante el Paro.
La incertidumbre se debe también a un gobierno que ninguneó estas realidades desde el principio. La Ministra María Paula Romo incluso intentó vender el cuento de que varios manifestantes, presuntamente asesinados por la fuerza pública, murieron en accidentes, a pesar de que al menos en un caso hay evidencias con fotos y videos. El Ministro de Defensa, Oswaldo Jarrín, acusó a las Universidades de haber sido centros de abastecimiento para grupos vandálicos, sin decir nada sobre los ataques de gas lacrimógenos que estas sufrieron en varias ocasiones y que afectó a madres y niños. La indignación de los que se manifestaron no cede, mientras el gobierno de Lenín Moreno apuesta a personas como Marcos López, delegado del ejecutivo en la Junta de Política Monetaria y Financiera quien se manifestó admirando a las fuerzas públicas de Chile, que actuaron durante las protestas de una forma que hizo recordar a la última dictadura militar (1973-1990). “Ojalá fuéramos como en Chile”, dijo López. “Cuando en Chile no se respeta a un carabinero, este saca y desenfunda su revólver, pega un tiro y se acabó”.
A la retórica violenta de parte del Estado habría que añadir el accionar de las Casas de Salud Pública que, según voluntarios, no estaban del todo dispuestas a ayudar a los manifestantes heridos. De acuerdo con testimonios de varios heridos, entregados a la Conaie, para la elaboración del informe confiado a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se evidencia que muchos de sus miembros no fueron atendidos en los hospitales públicos y que, o recurrieron a médicos privados, o aguantaron los dolores.
“Ocultamiento por parte del Estado”
Desde el tercer día después del Paro, comenzamos a visitar a los heridos en el Eugenio Espejo, lugar donde más personas fueron llevadas. Quisimos hacerlo de forma transparente, pero el guardia al enterarse de que somos periodistas y fotógrafos, nos negó el paso. Necesitan la autorización de la dirección, nos dijo. Sensibilizados por las restricciones y el intento de censura de parte del Estado, optamos por una investigación incógnita, siempre con el consentimiento del paciente o de un familiar, quienes nos facilitaron la entrada al hospital.
La no transparencia en relación con los heridos durante el paro, parece haber sido una constante, no solamente en el Eugenio Espejo. “A todos los hospitales que hemos pedido información pública, únicamente un hospital nos ha respondido de forma adecuada”, dice Ana Vera, directora de Surkuna quien, junto con otros colectivos en defensa de los Derechos Humanos, intentaron conseguir información contrarrestada: cuántas personas entraron, cuáles fueron sus condiciones, cuántos eran niños, mujeres u hombres. “Esta información es necesaria para tener un diagnóstico real de lo sucedido”, dice Ana Vera. “Consideramos que esto ya constituye un ocultamiento por parte del Estado y viola el derecho a la información”. Por lo tanto, así está previsto, Surkuna y otros colectivos van a presentar una solicitud para obtener información en los próximos días.
Lorena (15) perdió su ojo izquierdo, debido a perdigones.
Tuvo que operarse tres veces.
El clima de miedo generado durante y después del Paro impregnó también al personal de salud. Hemos intentado conversar con médicos del Eugenio Espejo, pero inmediatamente nos han respondido en voz baja: Si yo hablo, pierdo mi trabajo. Similares reacciones han tenido otros médicos involucrados. Nos han brindado sus experiencias por escrito, como por ejemplo la doctora Daniela Morales* de una brigada médica, quien, pese a que llevaba su mandil y una bandera blanca en su mano, fue atacada por policías desde un carro blindado. “Nos dispararon esas bombas que salen como piedras; pues una de esas bombas es capaz de matar a cualquiera si le golpea en la cabeza”. Pero en el mismo mensaje dice también que “el temor a represalias no está demás”.
Solo dos medic@s, que durante el Paro estuvieron en la línea de fuego, se animaron a hablarnos personalmente, insistiendo en que mantengamos su anonimato. Un@ de ell@s nos contó que, durante el paro, “una de las heridas más frecuentes fueron objetos dentro de la piel subcutánea debido a las bombas y a las partículas que son expulsadas con armamentos de la policía”. Nos habló también de varios pacientes con trauma cráneo encefálico y lesiones debido al uso de armas de fuego. Esta última información confirma un@ de l@s compañer@s que estuvo presente en la reanimación de un paciente herido por una bala de plomo. “Este paciente”, así nos cuenta, “no fue registrado en el hospital durante al menos doce horas. Lo sé, porque lo fui averiguando”.
Atacado, a pesar del mandil blanco
También Edgar Yucailla, el campesino de Chimborazo, murió por una bala de plomo. “Tenemos los exámenes criminalísticos que mencionan que la muerte de Edgar fue por ataque de un arma de fuego”, dice Louisa Lozano, que acompaña a l@s herid@s y sus familiares. La dirigente de la Conaie destaca que “en otros casos, lamentablemente, no constan estos debidos procesos de hacer un examen criminalístico” y que los médicos directamente entregan el cuerpo del fallecido a sus familiares, “denominando a la muerte como muerte natural”.
Junto con otros medios de comunicación independientes, intentamos entrevistar tanto a los directivos del Hospital Eugenio Espejo como a los responsables del Ministerio de Salud. Quisimos contrarrestar los reproches hacia las instituciones estatales. Pero ambas instancias ignoraron nuestra solicitud.
“Hay muchos médicos en los hospitales que están indignados con la situación que vive el país”, dice Louisa Lozano. “Saben la gravedad y conocen la situación de sus pacientes. Nos han dicho que guardemos sus nombres para que no pierdan su trabajo, pero que mencionemos los hechos”.
Uno de estos hechos es la alteración de historias clínicas cuyos informes no están de acuerdo con la realidad. “Creo que en su debido tiempo la CIDH hará visible eso, pues tenemos evidencias claras”, dice Lozano. La Conaie y otras organizaciones y personas de la sociedad civil presentaron esta semana sus expedientes frente a la CIDH.
La esperanza de justicia descansa en estos organismos internacionales. Surkuna, por ejemplo, intentó varias veces poner una denuncia por los heridos en la Fiscalía del Estado, pero no fue recibida. “Argumentaron que necesitamos un médico legal”, dice la directora Ana Vera, “requisito que no es exigido por la ley”. Por lo tanto, Surkuna ya presentó una queja ante la fiscalía. “Lo que nos preocupa”, dice Vera, “¿qué pasa con el resto de la gente que no tiene esos conocimientos legales? Quizá si les reciben la denuncia, pero se las manda a unidades donde son los policías quienes investigan. Estas investigaciones las tiene que hacer un perito acreditado, pero que no tenga vínculo con la fuerza pública“.
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Edwin (32) y los perdigones en su pierna izquierda:
para quitarle todos los perdigones tuvo que operarse varias veces.
Epílogo
El cuerpo de Edgar Yucailla, después de la autopsia, fue trasladado a la sede de la Conaie en Quito, donde se realizó una ceremonia en su honor. Su hermano Carlos, el resto de la familia y sus compañer@s de Guamote lo llevaron después a la tierra donde solía ordeñar vacas y sembrar papas, zanahorias y alverjas.
“Edgar era como un padre para mí”, contaba Carlos aquel día sentado al lado de la cama. “Él vino a Quito porque quería lo mejor para nosotros”.
Los compañeros le contaron lo que sucedió aquel 12 de octubre, en el Parque El Arbolito, 527 años después de la llegada de Cristóbal Colón a América. Llegó dos días después a Quito e intentó varias veces acceder a la historia clínica de su hermano mayor. Pero los médicos mantenían silencio aludiendo a un artículo de la ley. Así se hizo también con pacientes que sí podían hablar y que, según la ley, sí tienen el derecho de acceder a la información de su salud. La respuesta que vari@s recibieron fue: Como son casos delicados solo le vamos a entregar su historia clínica dentro de una investigación judicial.
Investigaciones habrán. Tod@s l@s herid@s a quienes hemos entrevistado demandarán al Estado. “Esto no debe quedar en la impunidad”, dijo Julio, el taxista de Chimborazo. “Yo perdí un órgano vital de mi vida, ¡es un ojo! Ni un millón de dólares curaría esa herida. Pero pienso que se debe hacer justicia junto con los demás”.
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Texto: Romano Paganini
Fotos: Kevin Tapia
Colaboración: Acapana, Cabaliofilms y redacción de mutantia.ch
Foto principal: Carlos Yucailla juntos con su hermano Edgar en el hospital Eugenio Espejo. Cinco días después de esta foto Edgar muere, debido al impacto de una bala de fuego en su craneo, en el Parque Arbolito en Quito, el 12 de octubre 2019. (mutantia.ch)