El cuidado de una campesina que conoce la ciudad 

Desde marzo, miles de ecuatorianas y ecuatorianos volvieron de las ciudades a sus campos. Sembraron los terrenos abandonados y trocaron lo que tenían con l@s vecin@s que se quedaron en los territorios. También Rosa Sani de Guano volvió a su tierra, frente al volcán Tungurahua. Para ella, era la única forma de sobrevivir. Mientras otras familias pasaban hambre, ella vivió de los animales y cosechó lo que ha venido sembrando desde siempre.    

23 de septiembre de 2020, Cahuají (Chimborazo). –  Cuando Rosa Sani se enteró que el acceso a Riobamba estaba bloqueado, no dudó ni un segundo. Empacó ropa, frazadas y la comida que le quedaba; pidió un carro y se fue a Cahuají, una pequeña comunidad frente al volcán Tungurahua. La persona que solía depositarle dinero para que ella cuidara de las mascotas de un veterinario no podía pasar; por lo tanto, ella iba a quedarse sin sostén. Se llevó también las gallinas que tenía en su casa citadina, ya que no sabía cuándo iba a regresar. 

Era mediados de marzo de 2020 y el Estado de excepción agarró por sorpresa a miles de personas en Ecuador: transportistas, artesan@s, tejedor@s, músic@s, documentalistas, confeccionistas, comerciantes, peluquer@s, vendedor@s en mercados y calles y cuidador@s de niñ@s y animales. Al igual que Rosa, dependían de su labor en el día-día. Nada de teletrabajo, nada de un colchoncito de dinero para momentos de crisis como ésta. O se tenían que ir o la iban a pasar peor que hasta ahora. “Necesitaba dinero para comprar la comida de los pollos”, se acuerda Rosa Santi. Estas aves comen dos veces al día, y en Guano -un suburbio de Riobamba donde Rosa vivió en una pequeña casita junto con su cuñada, su hija mayor, sus niet@s (10, 7 y 3 años) su hija menor María Elena y su papá Ángel- se volvió difícil su alimentación, pues no había espacio para sembrar. La situación era insostenible y Rosa decidió agarrar a las gallinas, a María Elena y a Ángel para dirigirse a la tierra de su familia, a una hora en bus desde Guano.

 

Vender vacas para comprar una computadora 

Son las diez y pico de la mañana cuando Rosa abraza a Narcisa. Hace dos meses que no la ha visto y se siente agradecida de que su hermana menor, que vive en Baños, le haya traído madera desechada. Se pone una mascarilla -que la colgará por el cuello el resto del día- y descarga el camión, limpiándolo con una escoba. Vengan, dice, el desayuno está listo. Entramos a la choza, donde Don Ángel, sentado en un sillón, está esperando a que le den de comer. El hombre de 91 años permanece muchas horas del día frente al fuego. Cada tanto, sale para ir al baño y, sólo cuando el sol abriga el monte, va al patio, coloca un balde y se sienta sobre él para observar lo que pasa. 

Rosa sirve arroz con habas y un pedazo de queso fresco elaborado por ella el día anterior. También hay morocho hecho con leche de vaca. Ella y Narcisa, dos de ocho herman@s, conversan sobre la situación del país, sobre todo en las escuelas. Narcisa iba a venir con su hija pequeña, ya que a ella le gusta el campo, pero recién empezó el año escolar y hoy tiene clase en línea. María Elena, en cambio, la hija de Rosa, todavía no inicia su año escolar pues no ha recibido noticias desde Guano. La familia tiene un teléfono satelital, o sea, podría tomar las clases desde aquí.

Alfalfa para los chanchos: los animales ayudaron a la familia de Cahuají a sobrevivir la cuarentena. Algunos también fueron vendidos a los vecinos -que también regresaron de la ciudad al campo- para ser criados en sus tierras.

Hace unos meses, el padre de familia compró dos vacas a crédito por alrededor de 300 dólares cada una. Así tienen leche y, además, más adelante podría venderlas. Con el dinero de esa venta, quiere comprar una computadora para María Elena. O un celular. Por eso, ahora está trabajando fuera de casa, jornaleando en los campos por 10 dólares diarios. “A María Elena le encanta estudiar”, revela su mamá. “Un día quiere ser profesora de computación”. Ella, en cambio, no está familiarizada con las nuevas tecnologías, aunque quisiera conocer de ellas para apoyar a su hija. Entonces, Narciza le explica: para tener WhatsApp se necesita un celular, el modem del internet se instala en algún lugar de la casa y coge señal a varios metros, la pantalla de los celulares inteligentes es bien sensible al tacto.

 

La tierra estaba caliente y no se pudo sembrar

Rosa Sani tiene 47 años y se crió en Cahuají. Cuando era joven aprendió a coser, pero como su profe la retaba en lugar de incentivarla, abandonó esa carrera. Quiere que su hija tenga otras condiciones: que pueda acceder a la tecnología y que reciba apoyo necesario para que esté bien. “Por suerte, aquí en el campo se siente bien”, cuenta Rosa. “Está entretenida y mucho mejor que en la ciudad”.

A Rosa también le gusta la vida en Cahuají. Pero después de la erupción del Tungurahua en 1999, tod@s l@s habitantes se fueron del valle. Donde en un momento vivían 120 familias, quedaron solo chozas abandonadas y sembríos regados por ceniza, de una manera similar a lo que se observa actualmente en los alrededores del volcán Sangay en la provincia Morona Santiago. La tierra estaba literalmente caliente y no había cómo sembrar.

Fueron momentos difíciles en la vida de Rosa. Meses antes había nacido su segunda hija, María Elena, que recién a los ocho años aprendió a caminar. Los médicos hablaban de un retraso mental y Rosa, que en ese entonces limpiaba ropa para sobrevivir, solía cargarla con su chalina. Era la única manera en que podía ser aceptada en el trabajo. Años después, cuando Ecuador vivía las consecuencias de la dolarización, Rosa y su familia intentaron volver a sus tierras, pero aún no daban frutos y la Mama Tungurahua seguía inquieta.  De hecho, recién hace cinco años los campos han empezado a ser usados para buenos sembríos; así cuentan l@s moradores de la zona. Mientras el marido volvía a instalarse definitivamente en Cahuají, Rosa se quedaba en Guano por la educación de su hija, al menos lunes a viernes. En cambio, sábado y domingo pasaba en el campo.

El cuidado como principio de vida: María Elena y su mamá Rosa protegiendo a un pollito abandonado. 

Ese vínculo con Cahuají salvó a la familia durante los meses de confinamiento. Había cierta escasez de comida, dice Rosa, pero no hambre. Comían pollos y chanchos, al igual que granos y verduras sembrados. L@s vecin@s -much@s de los cuales también habían migrado a Guano después de la erupción del volcán y vivían en casas que les dio el gobierno- se acercaban para comprar o trocar comida. Vari@s conocían a Don Ángel Yunquilena, papá de Rosa y un hombre famoso por su oficio como artesano del hilo de cabuya blanca.

Rosa, Narcisa y sus herman@s, cuando eran wambritas, le ayudaban en la cosecha. Los desarmaban para dejarlos podrir en algún pozo de agua. Luego, lavaban los hilos en un manantial, quitándoles con un macito de madera su color verdoso hasta dejarlos blancos y listos para ser secados al sol. Los hilos de la cabuya blanca eran usados como hilos de lana, y los costales, hamacas y mantas que se cosían con ellos eran vendidos en las ferias de la ciudad. Hoy en día casi no se encuentra artesanía con esta planta. Fue reemplazada por la industria del plástico. 

 

El ida-y-vuelta entre campo y ciudad

Cuando salimos de la choza dejando a que Don Ángel hiciera su digestión, Rosa coge la alfalfa que María Elena había cortado y la llevó a los cuyes, conejos y chanchos. Estos también se alimentan con una especie de menjunje hecho con comida vencida. Un sobrino de Rosa se encarga de recolectar esta comida desde que inició el Estado de excepción. “El valle ha cambiado mucho desde la pandemia”, dice Rosa y señala al otro lado del manantial. Ahí están brotando unos maíces tiernos, y más al fondo unos frijoles. Est@s vecin@s vinieron en abril, pero apenas el gobierno cambió el semáforo a amarillo, han vuelto a la ciudad, al menos parcialmente. “Están entre ciudad y campo”, cuenta Rosa, “con el miedo a contagiarse”.

Así lo hacen no solamente l@s habitantes de Cahuají, sino también de otras comunidades en el país. Para subsistir, miles de ellos migraron durante las últimas décadas a Quito, Guayaquil, Cuenca, Ambato, Riobamba o Manta. Y ahora, debido a un virus proviniendo del otro lado del Pacífico, están tomando un camino contrario: la ciudad ya no les da de comer y recuerdan las bondades de sus tierras. Vuelven a acomodar sus chozas y casas abandonadas, algunas sin techo, otras sin ventanas o puertas. Despolvan los azadones y palas, y vuelven a labrar la tierra para sembrar lo antes posible.

 

“Nadie es eterno para este mundo
y cualquier día tenemos que irnos de aquí”.

Rosa Sani, campesina

 

La crisis actual evidencia la desigualdad en nuestras sociedades. A la vez, demuestra también la importancia de las redes solidarias y la distribución de la comida. En este contexto, cabe señalar una de las propuestas de la agricultura familiar campesina e indígena: la venta directa desde los campos para evitar a los intermediarios. Así lo destaca el Observatorio del Cambio Rural en su reciente informe “¿Crisis alimentaria en Ecuador?”. Quiere que se fomenten “los circuitos de comercialización directa y/o encuentros entre productor y consumidor para fortalecer las economías campesinas y asegurar una alimentación más sana y nutritiva en las ciudades”.

Son algunas de las luces que se pueden ver al final de un túnel oscuro. 

El tesoro de tod@ campesin@: las semillas para la siembra. Cuando Rosa y su familia cosechan los cultivos siempre separan unas semillas para la siembra del siguiente año. Así, no dependen tanto de la agroindustria y sus productos.

Rosa Sani, la campesina que cuida a su hija y a su papá, conoce tanto la vida en la ciudad como la del campo. Prefiere este último, “porque acá tengo menos estrés”, dice y se ríe. Por el momento, solo baja una vez al mes para recoger la jubilación de Don Ángel y el bono de María Elena que ni siquiera equivale a un sueldo básico. En un carro particular, viaja a Guano con toda su familia, marido inclusive. Miedo a morir del virus no tiene. “Nadie es eterno para este mundo y cualquier día tenemos que irnos de aquí”. Lo que sí le da temor es enfermarse mal, “porque no hay dinero para curarnos. Y el papacito ya está viejito”.

Cuando están de regreso en Cahuají, se quitan las mascarillas, las lavan igual que las manos, y por la noche, antes de acostarse, beben un agüita caliente con hojas de aguacate, guayaba, ortiga, hierba luisa, menta, eneldo y un chorro de limón. Esa infusión toma la familia también por las mañanas, después de haber dado de comer a los animales. Lo hacen para cuidarse. “Igual”, dice Rosa, “acá gracias a Dios no hay mucha gente”. 

 

Texto y fotos: Romano Paganini

Foto principal: Un viejo oficio reemplazado por la industria del plástico: Cuando Rosa Sani era wambra, en Cahuají y sus alrededores todavía se hacían costales y mantas con las fibras de la cabuya blanca. En el fondo, su hija María Elena. 

Edición y producción: Vicky Novillo Rameix & Romano Paganini

Redes y Web: María Caridad Villacís & Victoria Jaramillo

Dejando que la cabuya blanca se pudra en uno de los pozos de agua: Rosa Sani enseña en unas de las quebradas de Cahuají el proceso del oficio que ejerció su papá, Don Ángel Yuquilena.