Menos criticar con la mente, más construir con las manos
Periodismo para sanar: Introducción a “Manos de la Transición”, el primer libro de mutantia.ch
A veces hay que tocar fondo para rebrotar. Con el cuerpo, las emociones, el alma, la esencia. Yo me encontré con el sótano de mi profesión de periodista después de una investigación sobre monocultivos, en abril del 2012 en Argentina. Estuve cuatro días de gira entre Rosario (Santa Fe) y Selva (Santiago del Estero) entrevistando médicos, químicos, ingenieros agrónomos, vecinos de los campos agrícolas y fumigadores. Quise sentir, ver, oler y escuchar lo que tanto se escribe y se critica desde hace décadas: el sistema agroindustrial. Y la realidad superó mi imaginación. Sabía que la agroindustria era un capítulo oscuro en la historia del planeta, pero no era conciente de que aquello era lo que los vecinos afectados llaman genocidio silencioso.
Me impactó la historia de Viviana Peralta y su familia, que viven en las afueras de San Jorge, una pequeña ciudad en medio de los monocultivos de Santa Fe. Cuando su vecino fumigaba el campo a diez metros de su casa tenían que cerrar ventanas y puertas, de lo contrario no podían respirar. “Los químicos entraron igual al hogar”, se acuerda Viviana. “Mi lengua se puso pesada y no podía hablar. Tuve que esperar hasta que la sensación se fuera”. Ayelen, la hija más pequeña, de sólo dos años, no pudo hacer como su mamá. Hubo noches en las que durmió sobre el pecho de Viviana para que ella sintiera si la beba seguía respirando. En lugar de brindarle apoyo, el municipio afirmaba que Viviana sufría de psicosis. Y tanto el intendente como el vecino le ofrecieron remedios, estadías en hoteles, autos o incluso una casa en la ciudad. “Pero nosotros queremos quedarnos acá”, dice Viviana. “Hemos construido esta casa, pagamos los impuestos y tenemos el derecho de vivir dignamente, no importa si tenemos mucho o poco.”
En resumidas cuentas, a la vecina de un productor de alimentos casi se le muere la hija por los insumos usados en el campo de cultivo. Entonces, ¿qué hay dentro de nuestra comida? ¿Dentro del aceite de maíz, de la salsa de soja, de las verduras y frutas, del pan? ¿Puede ser que lo que afectó a Ayelen se manifieste más lento en nuestros cuerpos adultos?
Los cuatro días vividos en los monocultivos de Argentina alteraron mi vida profundamente. ¿Qué estoy haciendo? me pregunté. ¿Es necesario que comunique algo tan nefasto, habiendo ya suficientes malas noticias en el mundo?
“Hay que estar conscientes de lo que causamos en la vida de los que nos alimentan: los campesinos y sus familias, los trabajadores rurales, los ayudantes”. Extracto del libro “Manos de la Transición” que recopila doce historias periodísticas de cinco diferentes países. – FOTO: Daniela Beltran
Hoy, cinco años después, puedo afirmar que sí: mientras la comida sea algo indispensable para nuestra existencia nos tiene que importar su forma de cultivo y su distribución. Hay que saber lo que pasa en la agricultura para saber lo que pasa dentro de nuestros cuerpos, pensamientos, acciones. Hay que conocer los intereses de las transnacionales – sobre todo de la industria agrícola y la farmacéutica – y sus socios políticos, aquellos que no quieren que se conserven las semillas orgánicas, ni que exista soberanía alimentaria y medicinal. Hay que estar conscientes de lo que causamos en la vida de los que nos alimentan: los campesinos y sus familias, los trabajadores rurales, los ayudantes. Estar conscientes del otro significa estar conscientes de nosotros mismos. Por eso decidí publicar el encuentro con el ex fumigador Roberto, a quien entrevisté en el 2012, y la historia de los agrotóxicos.
Los siguientes meses fueron duros, porque empecé a ver más claramente sobre qué pilotes está armado nuestro sistema alimentario y qué cosmovisiones rigen la base de nuestro día a día. También reflexioné sobre mi propia contribución al statu quo, dándole lugar en mis pensamientos, en mis artículos y en las charlas con mis vecinos, amigos y mi compañera de entonces. Y me di cuenta de que el antropocentrismo de la cultura occidental, en donde la naturaleza se percibe como algo ajeno, facilita sistemas de extractivismo como los monocultivos: en definitiva la entidad dañada no es el humano, sino las “malezas”, los bichos y la tierra en sí. No se considera que el uno no pueda existir sin el otro. Es como si se separara la yema de la clara de huevo con la pretensión de que entre ellas no haya ninguna relación: es absurdo.
Por haber nacido y crecido en occidente y haber vivido hasta los veintisiete años en Europa, siento que esta fragmentación caracteriza el “nosotros” de occidente. Me refiero a una separación profunda del humano, tanto con su entorno como consigo mismo. Ya sea en el contacto con otros humanos como con animales, plantas y hongos, con la tierra y sus elementos, con el cielo y sus estrellas, como en el contacto con nuestro propio cuerpo, nuestras emociones, nuestro espíritu. Hoy en día vivimos aislados en nuestras islas tecnológicas, defendiendo nuestro “bienestar” con rejas, armas y cámaras, víctimas del miedo infundido por los medios masivos de comunicación.
“No nos olvidemos que para el planeta nuestra especie no es imprescindible,
pero nosotros sí dependemos del planeta”.
Leyendo al racionalista europeo René Descartes (1596–1650) encontré algunas pistas de cómo llegamos a nuestra situación actual. Su filosofía destacaba que si uno piensa, uno existe, dejando de lado todos los otros aspectos que nos hacen humanos. Reina la mente, domina la razón. Desde esta perspectiva, no nos afecta lo que pasa a nuestro alrededor, y por lo tanto no generamos empatía. Así nos adjudicamos la corona de la creación, y nos vemos como dueños de la Tierra.
Si bien sabía que existían otras formas de comprender la vida, incluso en Europa, sólo pude percibirlo luego de haber viajado a América Latina en 2009, donde visité una comunidad de pueblos originarios campesinos en la Patagonia chilena. Viviendo unos días en esta comunidad pude entrar en contacto real con mis sensaciones y sentimientos, y me di cuenta del potencial de lo inexplicable, de lo indescifrable, de lo intangible y de lo inabarcable. Empecé a sentir de nuevo una especie de unión entre mis pensamientos y sentimientos. Volví a ver que la humanidad es parte de la naturaleza, y que el intento de separarse es irreal e insostenible. Nuestra vida no pasa sólo por el pensamiento y la razón, como decía Descartes. Hay muchas más formas de relacionarnos con nuestro entorno.
En Abya Yala, término que usaron algunos pueblos de esta tierra antes de que los europeos la definieran como América, siento que se mantiene viva esa cosmovisión integradora, por lo menos fuera de las grandes ciudades. No se separa entre humano y naturaleza, entre yema y clara: es un huevo con todos sus ingredientes, un planeta con todos sus seres vivos. Una de las primeras palabras que se enseña en Aymara es jiwasa. Significa que el humano se concibe como parte de un todo. Se trata de una conciencia comunitaria, que implica la muerte del ego para la unificación con el entorno. Esa cosmovisión – o cosmoconciencia – existe también en viejas culturas europeas. Pero la lógica del egoísmo, el pensamiento único y la destrucción de las comunidades impidieron el despliegue de una vida armoniosa dentro de ese organismo mayor que es la Tierra y el universo.
“Pienso, entonces destruyo”, dice Fathi Triki, filósofo tunecino, quien compara la política de la tierra quemada en América en los últimos siglos con los hechos en Medio Oriente en las últimas décadas, ambos íntimamente relacionados con el extractivismo. Si solamente pensamos desde nuestra perspectiva, no llegamos a considerar a otras culturas, ni a la tierra en sí como organismo vivo. Por eso es cuestión de tiempo hasta que el sistema industrial actual colapse y el pensamiento fragmentado se diluya. Este causa demasiados daños al ecosistema y sus habitantes. No nos olvidemos que para el planeta nuestra especie no es imprescindible, pero nosotros sí dependemos del planeta.
El autor del libro se inspiró en los escritos del economista ecuatoriano Alberto Acosta: Romano Paganini, periodista y coordinador de la Revista Digital mutantia.ch, vive desde 2017 en Ecuador. – FOTO: Daniela Beltran
Así fue que luego de mi investigación en los monocultivos de soja, cambió mi mirada sobre la realidad. Ya no quise indignarme y difundir ideas nefastas, sino tomar una postura responsable para con la Historia, y escribirla. Empecé a trabajar en la construcción natural: a cortar ladrillos de adobe, levantar paredes, preparar mezclas con barro, arena, paja, viruta y bosta de caballo, y a revocar. En vez de criticar con mi mente construía con mis manos.
De a poco me fui encontrando con una red silenciosa de personas que hace años, décadas, quizás siglos, buscaban la armonía con su entorno. En las huertas familiares dentro y fuera de las grandes ciudades como Santiago de Chile, Buenos Aires, San Francisco, Valencia, Zurich, Lucerna o Berlín. En los bancos de semillas orgánicas en Tilcara (Argentina), Alcázar (España) o Malles (Italia). Con los emprendimientos agrícolas a pequeña escala en Tandil (Argentina), Huesca (España), Dietikon (Suiza) o Cuenca (Ecuador). O con los neo constructores que trabajan con materiales naturales como barro, paja y bambú en Valparaíso y Talagante (Chile), en El Bolsón y Mar del Plata (Argentina) o en Minas y Tacuarembó (Uruguay). A partir de diferentes pueblos del planeta, todavía aislados de las tecnologías modernas, que siguen manteniendo una relación íntima con la Madre Tierra, también acá en Abya Yala. Y por último los protagonistas de instituciones como la universidad o la industria que están cambiando sus percepciones. Sobre esa gente y su impulso quiero escribir.
Este libro es el resultado de mi proceso de transición personal. Quise hacer algo que no se pueda calificar con “me gusta”, y que después se pierda en el infinito de las redes virtuales. Que se pueda tocar con las manos, prestar entre amigos, que se pueda intercambiar en más que sólo dos dimensiones, y que pueda sobrevivir a la era digital. La intención de este libro es que los doce relatos sean una inspiración para el empoderamiento de quien lo lea, y que se encuentre con sus propios dones y potencialidades. Es tiempo para (re)activar el “genio colectivo”, como dice el permacultor Grifen Hope y “dar un salto evolutivo”, como destaca la arquitecta Isabel Donato. Y según el economista alemán post-crecimiento Niko Paech, no estamos muy lejos: “tenemos todo para empezar con la transformación”.
Creo que al final hay algo implícito en la vida de cada persona que ninguna tormenta puede arrebatar: la intuición. Ella está siempre, no importa con qué fuerza se intente romper la sabiduría ancestral dentro de nuestros cuerpos y comunidades, dentro del entorno que estamos habitando. Es inexplicable, indescifrable, intangible e inabarcable. Gracias a la intuición pude salir del sótano al que yo mismo había bajado, y abrirme de nuevo hacia la vida. Me reconcilié con el periodismo, escribiendo más y más sobre hechos constructivos. Y alejándome unos metros del océano comprendí que la transición dura toda una vida. ¿Hacia dónde nos lleva? No lo sé. Pero siento que no estoy solo, y que esa red de constructores con, y no contra, la tierra siempre existió, y eso facilita mi día a día.
Tilcara, Abril 2017/Quito, Diciembre 2017
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Texto: Romano Paganini
Fotografias: Daniela Beltran
Edición y producción: Martu Lasso & Romano Paganini
Web y Redes Digitales: María Caridad Villacís & Victoria Jaramillo