Confinadas, pero con la necesidad de compartir con otras

Estamos a mediados de año y Ecuador sigue en cuarentena, a ratos con más restricciones y en ocasiones con menos. Han sido meses de muchas tensiones, incertidumbres y violencias y, por ello, algun@s vecin@s del norte de Quito han decidido juntarse. En sus encuentros comparten comida y saberes y cultivan algo que, al parecer, se está perdiendo: lo humano dentro de cada un@. 

 

12 de agosto de 2020, Quito. – Lleva lo que necesites: así dicen unas letras escritas con tiza blanca, invitando a los lectores a que se lleven blusas, camisas, chaquetas y zapatos usados que se encuentran colgados en los pecheros y estantes, pero también a que piensen en otros mundos: Dejamos el consu-mismo, adaptamos el consu-otro. El cartel está en “Mi Jardinerita”, una mezcla de centro cultural, grafitería, hostal y templo ubicado en el norte de Quito, al final del viejo aeropuerto. La casa blanca parece una más en la calle: con un portón de metal, un patio de cemento y unos balcones con plantas que se distinguen desde la vereda. Solo l@s que se animaron a entrar lo saben: acá termina el mundo consumista y se abren las puertas hacia pensamientos y prácticas que van más allá de la lógica mercantil. Nos necesitamos, luce otro cartel en la entrada. Sí, tenemos comida para compartir.

Andrea, la hija de la fundadora de “Mi Jardinerita, recibe a la gente con un abrazo, un beso, un apretón de manos o un saludo de codo, según la necesidad de la persona. Respeta el uso de mascarilla, inclusive dentro de la casa, pero ella misma decide ponérsela sólo para evitar una posible multa. “Creo que el miedo que nos meten por la pandemia es mucho más dañino que el propio virus”, opina después de ofrecerles café y té a l@s visitantes. “No sé qué pensar del covid-19, pero lo que sí sé es que nuestros problemas nutricionales y emocionales facilitan cualquier tipo de enfermedades”, criterio que esta mañana es compartido por algun@s personas. Un@s bajaban sus mascarillas cuando entraban a la sala, otr@s decidían ponérselas cuando conversaban. Se encuentran aquí todos los viernes para meditar y compartir un almuerzo, aunque a veces también vienen otros días. Algun@s de ell@s son amig@s, otros son vecin@s o habitantes de “Mi Jardinerita”. Otr@s recién se han sumado a la iniciativa. 

 

“La mayoría de la gente pasa muy solita en casa”

Lucía, madre de Andrea, sentada en el balcón de su casa junto a sus docenas de plántulas en Mi Jardinerita.

La casa es de Lucía, mamá de Andrea. Mientras la hija va y viene, Lucía vive hace más de treinta y cinco años en esta esquina en Cotocollao. Ella conoce bien el barrio y sus habitantes, y viceversa. Por lo tanto, gracias a Lucía ya no le miran raro a Andrea, quien suele recoger los desperdicios de comida. La mujer de 33 años, junto a otr@s compañer@s acude a las tiendas del barrio para rescatar las frutas, las verduras, los panes y los helados que se botan a la basura si no son rescatados de esa manera. De hecho, Andrea gasta muy poco dinero en comida. Es uno de los principios de “Mi Jardinerita”: no solo pensar en otros mundos, sino también concretarlos con actos cotidianos. Las disco-sopas, por ejemplo, que han organizado y compartido con l@s vecin@s del barrio durante estos meses de pandemia fueron realizadas también con comida rescatada.

La gente aquí pasa hambre porque le da la gana y porque está cerrada a ver otras posibilidades. Hay suficiente comida y también hay formas de encontrarla, por ejemplo, haciendo trueque o, como lo hacemos aquí, compartiendo”.

Tamara, una mujer de cerca de 70 años, que se quedó sin dinero

En la “Sala de saberes” hay un par de sillones y en el fondo una serie de instrumentos: un piano, una guitarra, una flauta, un amplificador y libros sobre música y huertas. Al lado de Andrea están sentadas Amalia* y Tamara*. Hace unas semanas las dos ni se conocían, pero lo que las unió, entre otras cosas, es el hecho de haber vivido cambios bruscos en poco tiempo. Amalia no tenía más trabajo, Tamara nada de comida: una realidad que, desde marzo, ha atropellado a millones de personas en Ecuador y en otras partes del mundo. “Solo hice una semana de cuarentena”, se acuerda Amalia, que hace rato estaba con planes de sembrar una huerta. Siguió un curso de agricultura urbana en línea y empezó a remover la tierra. Semanas después, agarró la cosecha y golpeó las puertas de su condominio para repartirla junto a la comida rescatada. Inicialmente sus vecin@s no le abrían, y l@s que sí, se encontraban equipados con mascarillas y guantes y le pedían a Amalia un distanciamiento de varios metros. ¿Por qué reparte comida?, le preguntaban a la artista y Amalia respondía: ¿Por qué no? “Ahí me di cuenta”, dice la mujer de 44 años, “que la mayoría de la gente pasa muy solita en su casa, sin contacto alguno. “Mi Jardinerita” me ayuda a alejarme de este miedo y a compartir experiencias como la que he vivido en mi condominio”.

Sola se encontraba también Tamara, una mujer de cerca de 70 años, que pocos días después de haber iniciado la cuarentena se quedó sin dinero para comprar comida. Y cuando su alacena quedó vacía, empezó el hambre. Eso lo cuenta con lágrimas en los ojos y con cierto sentimiento de vergüenza, sentimiento que much@s lo suelen padecer en estos momentos de encierro, con billeteras y ollas vacías. Sin embargo, viendo hacia atrás, Tamara dice: “La gente aquí pasa hambre porque le da la gana y porque está cerrada a ver otras posibilidades. Hay suficiente comida y también hay formas de encontrarla, por ejemplo, haciendo trueque o, como lo hacemos aquí, compartiendo”. A veces ni siquiera con algo a cambio. Así Amalia le presto a Tamara su refrigeradora, simplemente porque le sobraba. Y Tamara, que conoce la familia de Lucía y Andrea hace años, empezó a llevar sus recetas y conocimientos culinarios a la “Sala de saberes”. Gracias a la refrigeradora se pudo armar un pequeño negocio de comida.   

Separadores de basura 

Vecin@s y amig@s se reúnen más de una vez a la semana en este espacio para compartir alimentos recuperados y cultivar sus propias frutas y hortalizas, en el norte de la ciudad de Quito. 

Andrea le toma la mano a la señora y dice que ella es la que sabe cocinar. “Tiene ese don del cual yo estoy aprendiendo, del cual tod@s estamos aprendiendo. No hay ninguna comida de Tamara que no sepa espectacular”, dice y se ríen. Son risas que, en estos tiempos de encierro, casi tienen algo de revolucionario. Al menos por un momento, sacuden las sabanas de tristeza y angustia que se han moldeado sobre las casas, las calles y los cuerpos de la capital ecuatoriana.

Desde junio, Quito está con semáforo amarillo, semáforo que muchos lo tomaron por verde, no sólo para volver a ganar algo de dinero en la calle y llevar alimento a sus familias, sino también para compartir tiempo en la plaza, una comida en la esquina o una charla con l@s vecin@s. Por momentos, la necesidad de compartir es más grande que el miedo a un posible contagio con covid-19. Eso tampoco cambia con una ley seca o con el adelanto del toque de queda. Ya es mitad del año y l@s habitantes de la ciudad están encerrados y viviendo en una crisis que se agudiza detrás de la pandemia.

 

“Esperamos que un día tengamos una sociedad
donde no existan personas que necesiten vivir de la basura”.

Andrea de “Mi Jardinerita”

 

Andrea y sus compañer@s de “Mi Jardinerita” la conocen de cerca. Por un lado, por las historias que les llegan, por otro, porque observan lo que ocurre en los barrios: desempleo, falta de recursos para acceder a las clases en línea, violencia familiar, incertidumbre, miedo, niñ@s vendiendo frente a los centros comerciales y hambre.

Por eso, junto a otros integrantes de la asamblea barrial donde Lucía y Andrea participan, organizan talleres, por ejemplo, para aprender a armar instrumentos con bambú, reparar bicis u otros utensilios indispensables. Tamara comparte sus conocimientos de cocina, Amalia sus habilidades en arte, Andrea sus destrezas en armar artesanías con “basura” y Lucía su sabiduría sobre siembra de geranios en almácigos. De hecho, tanto en el patio como en los balcones, están regadas docenas de pequeños y medianos recipientes con plantas ornamentales y jóvenes verduras, procurando que estén lejos de los seis perros que son parte de la manada en “Mi Jardinerita”. Igual, ellos también tienen una función dentro de la comunidad: aportan con su excremento, se la seca en un tacho con aserrín para que pierda el olor y después de unos ocho meses sirve de nuevo como humus para la siembra.

Compostar, reciclar y reusar es parte del programa aquí. Un compañero del barrio inclusive está armando separadores de viejos tachos de petróleo para que l@s habitantes coloquen la basura, según su origen: vidrio, cartón y plástico, principalmente. “Esperamos que un día tengamos una sociedad donde no existan personas que necesiten vivir de la basura”, dice Andrea. “Por el momento, la realidad es otra, pero si nosotros, consumidores, separamos ya en nuestras casas, se les va hacer más fácil a los recolectores. Y sobre todo no se lastimarían, por ejemplo, con algún vidrio de una botella rota”.

“Más tiempo para las cosas que realmente importan”

Semillas de chauchas: después las plántulas, por ejemplo, de ortiga, rábano, lechuga, brócoli o frambuesas son llevados en bicicleta hacia los barrios de la ciudad capitalina como la Floresta, la Foch o Atucucho. 

En el fondo del patio, Andrea armó unos tachos con desechos orgánicos, incluyendo lombrices. Son ellas las que convierten las cáscaras de banano, papaya y piña en humus. Andrea adquirió sus conocimientos en talleres con la Red de Semillas, una organización que desde 2002 reproduce y cultiva los principios de la permacultura y que -como much@s otr@s- aprovechó la cuarentena para organizar conversatorios en línea. Cerca de 800 personas de varios lados del mundo solían conectarse gratuitamente a estos eventos. “Lo ideal”, dice Andrea, “es un año para aprender, un año para aplicar y un año para enseñar. Así son los ciclos dentro de la permacultura”. Ella lo aplica en su casa, pero también en otros huertos de la ciudad.  

Junto a Fausto, un compañero de “Mi Jardinera” lleva en bici las plántulas de ortiga, rábano, lechuga, brócoli o frambuesas hacia la Floresta, la Foch o Atucucho. En todos estos lugares l@s vecin@s que tienen necesidad de compartir trabajan la tierra. “Nos damos el gusto de hacer otra cosa, en lo posible fuera del sistema financiero”, recalca Fausto. “Porque, en realidad, nunca llegas a lo que ellos te ofrecen. De esta forma, tenemos más tiempo para las cosas que realmente importan”.

*Nombre cambiado por cuestiones de seguridad

Texto: Romano Paganini

Foto principal: el excremento de perro que se convierte en humus: Andrea de “Mi Jardinerita” en el balcón, donde los perros aportan a la comunidad de su manera. Todas las fotos en esta nota fueron tomadas por el fotógrafo quiteño Carlos Noriega. 

Edición y producción: Vicky Novillo Rameix & Mayra Lucía Caiza

Redes: María Caridad Villacís & Victoria Jaramillo