Disolver las fronteras para proteger el ambiente

Iris Stewart-Frey sobre las restricciones durante la pandemia, lagos secos y como los fenómenos sin limites requieren otra mirada 

 

En general, al hombre le gusta pensar en límites. ¿Y quién puede culparlo? Porque al final los límites hacen que un problema sea más manejable: lo limitan, lo hacen pequeño, lo hacen factible. Por ejemplo, es mucho más fácil involucrar a las y los interesados en el proceso de planificación para regiones más pequeñas, que para países enteros o incluso continentes. Los límites también permiten definir claramente las responsabilidades. Por ejemplo, somos responsables de estos niños, de estas mariposas y árboles de aquí. Pero no de estos de allá.

Es una pena, pero es así. Las fronteras, incluso las que nosotros mismos hemos trazado, tienen algo inherentemente inamovible. Nos preguntamos: ¿Cuándo estos límites, que nos miran fijamente en su legitimidad, en su naturaleza probada a través del tiempo, en su firmeza, han perdido su validez, incluso su justificación? ¿Hay acaso alguna aplicación que podamos descargar y que, además de los pasos que debemos dar cada día, nos recuerde que debemos revisar nuestros límites? ¿Qué límites o qué sombras deberíamos quizás saltar con estos pasos? Ir hasta y más allá de nuestros límites es, en muchos sentidos, algo al borde, tal vez incluso loco. Pero seguramente es algo excepcional. Pienso en las manifestaciones de los lunes en la Alemania oriental antes de la caída del muro en Berlín, pienso en el Bloody Sunday (el masacre de Bogside en 1972, Irlanda del Norte) o en la Plaza Tiananmen en China, igual que a otras y otros que rompieron fronteras.

Sin embargo, las pandemias son como el agua o el cambio climático: Está en su naturaleza no permanecer dentro de los límites que la gente ha trazado para ellos. Estos delimitadores son, por supuesto, principalmente personas que están al mando. Desde el comienzo de la pandemia por el Covid-19, hemos aprendido a re-dividir el mundo. En primer lugar, hay zonas seguras. Las zonas seguras son las áreas en las que en el Norte Global mayoritariamente creíamos estar, aunque en realidad nunca habíamos pensado dónde estaban los límites de nuestras zonas seguras. En cambio, las zonas inseguras con falta de suministros, los sistemas sanitarios no preparados, los recortes en la libertad de movimiento y los disturbios estaban reservados a las vacaciones de aventura bien documentadas y a los viajes de estudios en un tercer mundo prepandémico. Con el brote del Covid-19 y su desarrollo hasta convertirse en una pandemia mundial, las zonas inseguras penetraron mucho más allá de los límites de la afluencia burguesa y sacudieron muy rápidamente nuestra visión del mundo.

Iris Stewart-Frey

Iris Stewart-Frey nació en Fráncfort, creció en los alrededores de la capital financiera alemana, pero antes de estudiar se fue un año a California. Ahora, treinta años después y con estadios largos viviendo en Mexico, Hawaii y su Tierra natal, sigue viviendo en Estados Unidos, junto a su marido, sus dos hijos, sus conejos, sus cuyes y su huerto orgánico. Los temas principales de la científica ambiental son: el uso sostenible de los recursos naturales, el cambio climático, la naturaleza humana, el comportamiento humano hacia las especies no humanas, la agroecología, la justicia, la responsabilidad y la espiritualidad. Desde 2007 ella es profesora de ciencias ambientales en la Universidad de Santa Clara (California). Su investigación y docencia se centran en el impacto del cambio climático y la agricultura industrial en los ríos, las aguas subterráneas y el acceso al agua en el oeste de Estados Unidos y Centroamérica. Es cofundadora de la Iniciativa de Justicia Ambiental y Bien Común de la Universidad de Santa Clara y de la Red del Norte de California de Asociaciones Académico-Comunitarias para la Justicia Ambiental. 

Con el cambio rápido entre zonas seguras y peligrosas, cambiaron también las normas sobre con quién podemos reunirnos, cómo vamos vestidos, cómo debemos comportarnos, si nuestros hijos pueden ir a la escuela o -pasando fronteras- a qué país está permitido de viajar. Con una rapidez asombrosa, nos hemos acostumbrado a este complicado conjunto de normas nuevas y a las restricciones que conllevan, incluso aquí en Estados Unidos. De hecho, en California, se llegó a establecer un cierto exceso de celo en el cumplimiento de las normas. Había familias que ya no llevaban a sus hijos a los parques públicos, en los supermercados se desinfectó a los carros individuales para los compradores individuales, los caminos en el espacio público fueron marcados con precisión, y no importa a donde ibas: las personas en las largas colas conservaron estrictamente el distanciamiento social.

Aunque esta histeria inicial afortunadamente se ha calmado, sigo sintiéndome en un estado de asombro. Me pregunto, por ejemplo, qué está haciendo todo este gel desinfectante a nuestro ambiente y a nuestro sistema inmunológico; de dónde sale de repente todo el dinero estatal para las aerolíneas, que no tenemos para la transición energética o la selva tropical; ¿En qué tierra mágica desaparecen las mascarillas envueltas en papel de aluminio después de un solo uso? O cómo puede ser que la gente sienta que sus derechos civiles están restringidos por una limitación de velocidad en la autopista a 100 kilómetros por hora, o que un día no haya carne en el comedor, aunque no conduzcan por la autopista ni trabajen, pero a la vez esta misma gente no tiene ningún problema con las restricciones del gobierno por la pandemia?

 

“Un anciano de la tribu demostró cómo su abuela lavaba los platos todos los días.
La frotó lentamente, muy lentamente, una y otra vez con arena. Sólo al final tomó
unas gotas de la preciada agua para quitarles el último polvo que quedaba”.

 

O la pregunta de por qué no nos replanteamos de forma igualmente radical, por qué no cambiar las fronteras, las normas, dando un giro a la educación y dejamos de lado la economía cuando se trata del clima, el agua y la protección de las especies? ¿Es esto acaso algo que la pandemia nos ha demostrado con despiadado candor? Si realmente quisiéramos, sí, podríamos, ¿no?

Una vez vi un documental sobre el pueblo navajo, que ha forjado su cultura y su forma de vida durante cientos de años a partir de las piedras pulidas y el calor del suroeste de Estados Unidos. Un anciano de la tribu demostró cómo su abuela lavaba los platos todos los días. La frotó lentamente, muy lentamente, una y otra vez con arena. Sólo al final tomó unas gotas de la preciada agua para quitarles el último polvo que quedaba. Este proceso era un ritual que se repetía a diario y que evolucionó a partir de la escasez de agua que existe de forma natural en esta parte del mundo y que se vio drásticamente agravada para los indígenas por causa de los inmigrantes europeos. Pero también se caracterizó por una profunda conexión con lo que sustenta la vida en el sentido más profundo, incrustada en una filosofía que no trazaba una línea entre lo tuyo y lo mío, sino que pensaba en las conexiones, en lo nuestro. En los nuestros.

Toda California está -una vez más- en sequía, sólo que no parece haber penetrado aún en nuestra conciencia colectiva. Normalmente, no cae ni una gota de lluvia en la mayor parte de California de mayo a octubre. Pero esto no es una sequía, simplemente se llama verano en nuestro país. Así que ahora tenemos una sequía no porque el verano pasado haya sido cálido y seco, sino porque incluso en invierno, cuando intentamos mantener los embalses llenos, casi no ha llovido. No lo hizo el invierno anterior y tampoco lo hizo el invierno pasado.

La mayor parte de California, especialmente donde hay mucha gente y mucha agricultura industrial, está en una sequía extrema o incluso excepcional. Hablando sin tapabocas: esto significa que el nivel de las aguas subterráneas está descendiendo extremadamente y los pozos están secos. A los que tienen derechos de agua subordinados se les está cerrando el grifo. Las consecuencias son que los campos quedan en barbecho y los bosques se secan, lo que puede provocar la muerte de los árboles y desastres ecológicos generales durante años.

Es un domingo demasiado cálido, este 22 de mayo. Y eso que ya enero, febrero y marzo han sido demasiado cálidos y secos. En el jardín, las lechugas ya se chamuscan con el calor. Los titulares en los medios de comunicación masiva son sobre Omikron, la violencia con armas, los deportes y las adopciones de perros. Aunque ahora se pide oficialmente que se restrinja el uso del agua, busco las noticias sobre el agua, el clima, la sequía o la naturaleza, sin éxito.

 

“Los límites entre las comunidades que están conectadas y las que no lo están
suelen pasar por el medio de una carretera: por este lado sí, por el otro lamentablemente no”.

 

La zona de la bahía de San Francisco está repleta de „personas conscientes“ con el ambiente y amantes de la vida al aire libre: Triatletas, escaladores, remeros, windsurfistas, excursionistas, esquiadores y ciclistas que se lanzan a la montaña, a los senderos, a los ríos y a las olas los fines de semana, normalmente equipados con la indumentaria más moderna. También es uno de los lugares más ricos del mundo. A nivel financiero. Le gusta presumir de ser un centro de ingenio técnico y de redes. Empresas como Google y Tesla han surgido de esta malla de dinero, imaginación, manía de trabajar y megalomanía desenfrenada.

A menos de dos horas en carro de esta rutilante metrópolis, en el Valle Central de California, hay comunidades a las que se les ha negado durante años la conexión con ciudades a menudo cercanas. Los límites entre las comunidades que están conectadas y las que no lo están suelen pasar por el medio de una carretera: por este lado sí, por el otro lamentablemente no. Los motivos de esta negativa suelen radicar en que los ingresos fiscales previstos de estos asentamientos no se consideran lo suficientemente rentables como para justificar el gasto en infraestructuras. La mayoría de los habitantes de estas comunidades son trabajadores agrícolas o sus descendientes, en su mayoría migrantes de Centroamérica.

La primera generación trabajó en los campos sin estatus de residencia legal, sin asistencia sanitaria y sin protección contra la explotación, y todavía lo hace. Algunas de estas comunidades marginadas aún no están conectadas a los sistemas públicos de agua, obtienen el agua de pozos. Los recursos para el control de calidad suelen ser escasos, por lo que muchos de los residentes beben agua contaminada con nitratos, sales y pesticidas. Si es que tienen agua en los pozos poco profundos. Sólo en este año de sequía se han secado más de 700 pozos en el Valle Central.

No sólo se están chupando los acuíferos del Valle Central, sino que también se están esquilmando sistemáticamente las aguas superficiales de los ríos de Sierra Nevada. Las cuencas de estos ríos, de los que beben y riegan sus céspedes San Francisco, San José, Los Ángeles y San Diego, están a cientos de kilómetros de los lugares donde sus aguas hacen posible las civilizaciones del siglo XXI. Por estas cuencas pasan los límites de las ciudades y los condados, los límites de los distritos de agua y riego que sirven respectivamente a las ciudades y a la agricultura. La forma en que esto afecta al balance hídrico de un río o un acuífero suele ser una cuestión menor, ya que por ley uno sólo puede preocuparse de lo que ocurre dentro de sus propios límites y uno quiere que lo menos posible corra más abajo, hacia el próximo vecino.

Hace poco pude ver el original de uno de los primeros mapas europeos del estado de California. En el sur del Valle Central, se muestra un enorme lago, el Lago Tulare. Este lago, junto con los humedales que existían desde la ciudad de Chico en el norte hasta Bakersfield en el sur, conservaban ecosistemas extremadamente fértiles y ricos en especies. Los primeros relatos españoles hablan de millones de aves, antílopes y otros animales de caza. Estos, que existieron durante milenios, desaparecieron en 100 cortos años. Sus medios de vida se han agotado literalmente. Y esta sobreexplotación continúa sin cesar.

Los derechos de agua, emitidos en los días de la fiebre del oro mitades del siglo 19, se imponen a las necesidades del ecosistema. En este momento, la Autoridad del Agua de San Francisco, que también abastece a buena parte del norte del Área de la Bahía, se resiste a una regulación que permitiría al salmón del río Tuolumne una cantidad mínima de agua, incluso en tiempos de sequía. Estos salmones han sido el sustento de los pueblos indígenas de la región durante miles de años, cumpliendo importantes funciones ecológicas, transportando nutrientes desde los océanos hasta las regiones más altas de las cuencas fluviales. Ahora fracasan por los muros de hormigón y las fronteras humanas, y por los niveles de agua bajos inducidos artificialmente.

En los últimos dos años he tenido muchos momentos de asombro por lo que de repente es posible. A menudo he tenido que pellizcarme para comprobar que estoy realmente despierta y no me he hundido en el sueño por el cansancio o se me ha presentado una de las nuevas realidades de Mark Zuckerberg.

Una de las cuestiones que nos quita el sueño a los científicos ambientales es, por qué la humanidad no está dispuesta a reunir la imaginación, el valor, la energía y el dinero para realizar cambios fundamentales. No es posible, no se quiere, demasiado cambio, demasiado rápido, no hay dinero son los argumentos habituales. Limitar los viajes en avión al mínimo por razones climáticas o ambientales, reducir el tráfico de automóviles, trabajar desde casa y reestructurar la economía eran cosas inimaginables para el primer mundo antes de Covid-19. Entonces, ¿por qué pasa que en pocas semanas estos argumentos han resultado ser más huecos que los discursos de campaña de Donald Trump? ¿Cómo es que ahora Covid-19 nos preocupa más que la extinción de especies y la crisis climática? Quizás sea porque nuestra tan cacareada solidaridad durante la pandemia es realmente sólo para nosotros mismos y nuestros seres queridos.

Los pobres del mundo son los que más sufren hoy la crisis climática y la escasez de agua. Los demás podemos comprar nuestra salida ahora: construir baluartes, vastos depósitos de agua, transportar alimentos por avión. Nosotros mismos tenemos poca motivación para renunciar a un poco menos de cambio climático en el lejano año 2050. Por mucho que la pandemia nos haya permitido desviar la atención de problemas más importantes, también nos ha mostrado lo mucho que es posible en muy poco tiempo si nos permitimos cuestionar las fronteras: esas fronteras que fragmentan y explotan las cuencas hidrográficas y las selvas tropicales. El tipo de fronteras que nos impiden incluir a las personas, y cualquier frontera que hayamos construido en nuestras propias mentes y que nos impida lograr lo imposible.

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Traducción desde alemán: Romano Paganini

Fotos: Daniela Beltran B.

Edición y producción: Martu Lasso & Romano Paganini

Web y Redes Digitales: María Caridad Villacís & Victoria Jaramillo