Mujeres que se encierran voluntariamente para salvar sus vidas

Seis de cada diez mujeres en Ecuador son víctimas de violencia de género. Una de cada cuatro, de violencia sexual. Sus historias son el reflejo de una sociedad que promueve y naturaliza diversas formas de dominación. Nuestra editora, Martu Lasso, visitó una de las once casas de acogida del país. Los testimonios de tres sobrevivientes a los abusos de sus parejas y familiares, revelan la vital importancia de estos espacios de cuidado y protección.

3 de agosto de 2022, Quito. – La casa de acogida visitada funciona desde hace 22 años. Es un espacio organizado, limpio y acogedor. Hay una gran cocina y comedor; varias salas, oficinas, juegos para niños, cuarto de música y biblioteca; dormitorios luminosos y limpios. Todo da cuenta de una gran preocupación por la dignidad y el bienestar de las personas que pasan por ahí. Cuenta con varias profesionales: abogada, trabajadora social, psicóloga infantil, educadora, coordinadora, facilitadoras, contadora y directora. El objetivo es dar atención integral a cada niña, niño o mujer que llega. 

Antes, la Secretaría de Derechos Humanos aportaba un 40% del presupuesto para sostener la casa: alimentación, algo de transporte y los sueldos de las profesionales. Sin embargo no contemplaba: la medicina, cuidados a bebés, niñas y niños, kits de aseo, cuidados de parto y post parto, útiles escolares y gastos adicionales. Lo que no cubría el Estado se gestionaba independiente a través de donaciones y apoyo de organizaciones nacionales e internacionales.

Hace un año, la casa de primera acogida desistió del apoyo estatal. A su administración le resultó imposible plegarse a los nuevos procesos impuestos por la burocracia. Estos negaban el modelo de participación construido a lo largo de 20 años de funcionamiento. Los fondos para la alimentación y los sueldos de algunas profesionales, ahora se gestionan con apoyo del Vicariato. El proyecto enfocado en la sanación psicológica de niñas, niños y adolescentes, que cubre el salario de una terapeuta infantil, se financia con el apoyo de Kinder Mishu de Alemania. La administración aún está a la espera de que el Municipio de la ciudad responda a sus pedidos y cubra algunos de los gastos para lo que resta del año.

 

Algunas mujeres se quedan días, otros se quedan años 

La casa de acogida en donde se recogieron las historias de este texto – y cuya identidad no se revelará por seguridad- es un lugar de tránsito, un respiro, un espacio en donde empezar a construir una vida diferente. Ahí se recibe a todas las mujeres que huyen de la violencia y no cuentan con redes de apoyo. No se le niega posada y cuidados a nadie. Si hace falta, se estira otro colchón en el suelo. Se responde siempre. Algunas mujeres se quedan días o semanas, otras se quedan años. Todo depende de los procesos internos y sus ritmos particulares. 

Todo suena muy bien, sin embargo, al mirar las caras de las personas, al indagar un poquito más y rasgar la superficie, aparecen las complicaciones. El encierro no es fácil de asumir, las restricciones generan dinámicas difíciles. Se respira incertidumbre, temor y algo de hastío. A veces los agresores visitan el lugar e intentan contactarse con las víctimas. También sucede que algunas de las mujeres regresan con sus exparejas por diversas y complejas razones.

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María (30), 5 hijos

 

“A mis 11 años yo vivía con mis padres en el campo, pero un día mi papá abusó de mí y tuve que salir de la casa. Cuatro años después fui empleada doméstica en una casa en la ciudad. Trabajé  seis meses y un día conocí al que sería el papá de mis hijos. Él era militar y yo todavía era soltera. A la semana nos fuimos a vivir juntos a casa de sus papás. No sabía que le gustaba tomar. Pasó una semana desde que me hice de él y ya me empezó a tratar mal.  

Quería que me callara, pero yo nunca fui callada, siempre fui abierta, me gustaba conversar. Corrió el tiempo y me empezó a jalonear, a insultar. Después nos fuimos de esa casa. A mí nunca me gustó vivir con su familia. Pensé: Ahora sí vamos a vivir tranquilos, vamos a pasar bien. Pero si yo salía a algún lado, incluso a orinar por ahí, porque no había baño, había solo montes, me decía: ¿con quién te fuiste? ¿a quién estás mirando?

Me cogía y me golpeaba con el remo o con la palanca. A veces pasaban personas y lo saludaban. Aprendí a quedarme callada, solo miraba para que no se molestara. Después quedé embarazada de nuestro primer hijo y era lo mismo y lo mismo. Un día me quise ir, pero no me dejó, me arrastró y me llevó de vuelta.

Con los hijos era más tranquilo, pero cuando tomaba sí los insultaba. Después los puso a vigilarme. Entonces él llegaba y le reclamaba al mayor: por qué no estás con tu madre, por qué solo estás en la calle, ella te manda a la tienda y así se queda con otro. Y de ahí lo quería alzar y golpear.

Mi hijo, del miedo, mientras el papá dormía, se escapaba. A veces se quedaba en casas ajenas durante una semana. Yo siempre estaba preocupada. Su papá tenía que ir a buscar y rebuscar hasta encontrarlo. Yo no podía salir.

Una vez se puso a tomar, yo estaba embarazada de mi hija, la segunda. Vivíamos en una casa con su hermano. Llegó borracho y empezó a tumbar las puertas, entró a mi cuarto, cerró la puerta y en esa oscuridad me lanzó contra una reja. Todavía tengo la seña en la ceja. Ahí se agarraron a golpes entre hermanos. A mí me sacó la policía y a él lo encerraron una semana. 

 

“Yo intentaba irme y él me arrastraba de vuelta. En un momento,
me logré soltar y corrí a la calle, pero me alcanzó. Allí mismo me arrancó la blusa, me sacó el pantalón y el interior, y la gente que miraba nada hacía”.

 

Pasaron tres meses. Yo estaba donde mi mami y vino a rogar que regresara con él. Todavía estaba embarazada de mi hija, entonces regresé. Nos fuimos de vuelta a la finca de su mamá. Tenía que ir con él a las canchas donde le gustaba jugar. A veces me decía que yo tenía que sacarme rápido la ropa y estar en la cama lista para él. Si no, él me la sacaba a la mala. Tenía relaciones con él así, a la mala. 

Llegué aquí -a la casa de acogida- después de que nacieron mis otros dos hijos, ahora tengo cuatro y estoy esperando al quinto. 

La última vez que me abusó, habíamos estado bien. Yo me puse a lavar ropa. Él se fue y se perdió todo el día. Yo estaba doblando la ropa lavada cuando llegó y empezó a tumbar la puerta. Entró, me quedó viendo y me lanzó toda la ropa al suelo. No sé de dónde agarró un machete y me quiso dar con el filo. Lo cogí de la mano con fuerza, pero él me empujó y me dio golpes con el machete en toda la espalda. Mis hijos del susto no se movían y se pusieron a llorar. 

Yo intentaba irme y él me arrastraba de vuelta. En un momento, me logré soltar y corrí a la calle, pero me alcanzó. Allí mismo me arrancó la blusa, me sacó el pantalón y el interior, y la gente que miraba nada hacía. Al ratito vino mi hijo y le pedí que me trajera ropa. Entonces un conocido reconoció al papá de mis hijos y le pidió que me soltara. Solo ahí me dejó ir. Me vestí y me fui donde una vecina que vive al otro lado de la manzana. Quise pedir ayuda a la policía, pero todo estaba cerrado. Mis hijos corrían por la calle llorando. 

Llegué a la fiscalía y de ahí fuimos con los policías a ver si podían detenerlo, pero él se enteró, cruzó el estero y escapó. Esa tarde llegué con todos mis hijos aquí. Hace ya más de una semana. 

Mi hijo mayor escapó dos días después. Todavía no sé en dónde está. Se acostumbró a pasar en la calle, porque yo no podía ir a verlo a la escuela para que su papá no se enojara conmigo. Entonces mi hijo aprendió a andar solito desde que tenía cinco años, hasta ahora que tiene diez. Todas las noches sueño que mis hijos se ahogan.

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Elizabeth (25), 4 hijos

 

Soy de Caracas, Venezuela, pero ya tengo cuatro años desde que llegué aquí. Mi hijo mayor se vino conmigo, el menor se quedó con su papá, mi expareja. Yo vine a Ecuador por la situación de mi país. 

Cuando llegué viví un tiempo en la costa, ahí conocí al papá de mis otros dos hijos y empezamos a salir. Me propuso que viniera con él, y como yo quería buscar una estabilidad y salir adelante, le dije que sí. A la semana a él le empezó a molestar todo. No quería que yo saliera. Un día su papá y su hermano me invitaron a conocer el malecón. Entonces fui con ellos. Ahí empezaron los golpes.

Pasó un tiempo y yo me quise ir por segunda vez y llamé a la policía. La policía llegó cuando él me estaba golpeando, y lo que hicieron fue defenderlo. Me dijeron que yo era venezolana y que aquí no tenía derechos. Que no podía reclamar nada porque no tenía pasaporte, ni visa. Nos sacaron de la casa a las diez de la noche, a mí y a mi hijo mayor y botaron nuestras cosas afuera. Los otros niños se los dejaron a él. Pasaron los días y me llamó muchas veces y me dijo que fuera a ver a los niños. El más pequeño se enferma cuando yo no estoy. Pero la peor estupidez fue volver. Me agarró, me partió el teléfono y me entró a golpes. 

A veces me daba con un cable o con esos fierritos de las ventanas. Una vez me partió en la cabeza tres palos de escoba. La mayoría de las marcas que tengo son de tantos golpes que me daba. Incluso un día me clavó un cuchillo en el brazo. Después me tuvieron que coser la herida en el hospital. Yo con él sufrí demasiado. Dos años y medio lo aguanté.

 

“Yo llegué aquí a la casa sin nada, solo con lo que teníamos puesto mis hijos y yo, no más. Ese mismo día hice la denuncia y al siguiente fui a buscar la boleta de auxilio”.

 

Yo tengo VIH y a veces pienso que por eso él me trataba así. Me preocupa la salud de mis hijos. A mi hijo mayor ya mismo le hacen la última prueba, la prueba lisa, ya eso dice si lo tiene o no, pero todo lo que le han hecho hasta hoy ha salido negativo. Igual pasa con mi nena, ella nació de parto normal, cosa que no se podía hacer por el alto riesgo de contagio, pero gracias a dios le han hecho exámenes y está bien.

Yo llegué aquí a la casa sin nada, solo con lo que teníamos puesto mis hijos y yo, no más. Ese mismo día hice la denuncia y al siguiente fui a buscar la boleta de auxilio. Aquí, a la fundación, el papá de mis hijos ha llegado ya no sé ni cuántas veces. Dice que quiere ver a los niños, que quiere saber cómo estoy. Ya voy a cumplir un mes y como no se puede usar celular por seguridad, una sola vez me han dejado comunicarme con mi hermano, mi único familiar en Ecuador. La semana pasada hablé con él y me dijo que el papá de mis hijos ecuatorianos le escribe todos los días y que le dice que me quiere ayudar. Pero yo no vuelvo más con él. Así sienta algo bonito -al final, es el papá de mis hijos-, pero creo que nadie se merece una vida así.

Ya pronto salgo y me voy donde mi hermano. No va a ser fácil. Nada ha sido fácil. Usted sabe, muchos de nosotros los venezolanos nos venimos caminando.

La audiencia del padre de mis hijos ecuatorianos será pronto, pero ya me dijeron que preso no se va a ir. Que puede que le pongan horas de trabajo comunitario. Él dice que me quiere pasar la manutención sin que yo lo denuncie. Eso se me hace complicado, porque no conozco a nadie, no tengo pasaporte y no puedo abrir una cuenta en el banco. A una le ha tocado la vida dura, pero no creo que toda la vida vaya a ser de sufrimiento.

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Antonia (20), 2 hijos 

 

“Mis dos hijos son producto de una violación. Mi agresor es mi tío. Todo empezó cuando falleció mi mamá por un tumor maligno en el cerebro. Yo tenía 14 años. Entonces a mis hermanos y a mí nos dijeron que íbamos a vivir con mi papá, pero no fue así. Fuimos a vivir con mi abuela y mi tío. Mi papá vive lejos, antes visitaba una vez al año. Ahora es como estar huérfana, nunca lo vemos. 

En la casa de mi abuela mi tío me violentaba, tomaba, se drogaba y había que tener relaciones a la buena o a la mala. Me amenazaba con dañar a mis hermanos, o matarlos si yo hablaba. Yo, por miedo, nunca les dije nada hasta que me quedé embarazada. Yo pasaba llorando en el embarazo y el niño se me adelantó. Nació a los ocho meses. Mientras estaba embarazada pensé en quitarme la vida. Cuando quedé embarazada por segunda vez quise abortar. No lo hice, pero a veces me siento mala madre porque no sé qué hacer con ellos. Hay mujeres que tienen un hijo no deseado y se les vienen todos los recuerdos del agresor y tantas violaciones que han vivido. Entonces les doy la razón a esas mujeres por querer abortar. Por otra parte, ese bebé no pidió venir a este mundo y no es su culpa.  

Cuando llegaba borracho a la casa mi tío era muy violento. No me dejaba dormir y me reclamaba cosas. Yo ni siquiera salía, iba de la casa al colegio y del colegio a la casa. Por eso, cuando quedé embarazada, todos se sorprendieron. Los profesores nunca me preguntaron quién era el papá. Él quería que le culpara a un compañero mío. Me fui de la casa cuando mi niño tenía un año y medio, pero a los dos días mi abuela y mi tío me encontraron. Siguieron los mismos tratos.

 

“Quisiera quedarme aquí hasta que se acabe el proceso legal, pero están buscando a mi tío y él se está escondiendo. Mi abuela lo está encubriendo”.

 

Un día de nuevo salí. Ya estaba embarazada de mi niña, pero a mí ese embarazo no se me notó. No sé si mi abuela sabe que la niña existe. Fui a donde una amiga, me dio un cuarto y me apoyó en todo. Pero nuevamente mi tío me encontró. Hacía muchas llamadas y dejaba mensajes insistentes. Con el cuento de que quería ver al bebé, me hacía salir todos los días. Decía que si no salía, iba a matar a mi amiga y a su marido. Ni porque estaba embarazada él dejaba de abusar de mí. Seguía utilizándome, me insultaba y me pegaba. A veces me llevaba a moteles. Mi amiga se preocupaba porque yo regresaba tarde, pero por miedo a que le haga algo a ella, yo le mentía. 

En una ocasión en la que él estaba muy drogado, me cogió y me ahorcó. Yo intentaba defenderme. Nunca le conté a mi hermano hasta que llegó ese día y dije: ya no más. Mi hermano llamó a la policía. 

Entonces él me dijo que si mi hermano se metía lo mataría. Decía que también iba a matar a mi niño, que le golpearía la cabeza con el filo de la vereda para que muriera del impacto. Me tenía amenazada. Mi hermano consiguió un abogado en el Vicariato que empezó un proceso legal contra mi tío y me recomendó la casa de acogida. Entonces yo me vine hace dos meses. Aquí me siento más tranquila, aunque no puedo dormir porque tengo pesadillas con mi agresor. 

A veces me pongo a llorar porque mis hijos son producto de violaciones, pero ellos no tienen la culpa. Quisiera quedarme aquí hasta que se acabe el proceso legal, pero están buscando a mi tío y él se está escondiendo. Mi abuela lo está encubriendo. Por ahora no es seguro salir. Una vez vino haciéndose pasar por mi primo. A la semana de llegar aquí, a la casa, di a luz a mi hija. Nació a los 8 meses.

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Texto: Martu Lasso

Ilustraciones: Apxel

Edición y producción: Wilson Cordova & Romano Paganini

Web y Redes Digitales: María Caridad Villacís & Victoria Jaramillo