„¿Tengo que pedir permiso para hacer bien al mundo?“

Carmen Carcelén recibe a viajeros de todo el planeta, últimamente migrantes de Venezuela. Más de 10.000 personas han pasado por su casa y han comido en su mesa. Pero su voluntad de ayudar a los migrantes es mal vista por las autoridades ecuatorianas.

11 de septiembre de 2019, El Juncal, Ecuador. – La puerta metálica semiabierta de la entrada lo indica: los madrugadores ya se han ido de la casa de Carmen, marchando hacia el sur. Perú, Chile, Argentina. Casi todos que pasan por aquí viajan a pie y llevan lo que tienen en sus manos o sobre sus hombros. Por lo general no es mucho: dos o tres camisetas, ropa interior y calcetines, un pantalón, una chaqueta, un celular, una manta para la noche y lo esencial para la higiene personal.

Más atrás, bajo el toldo de la casa, Elvis se ha sentado en la pared de piedra y se ata las zapatillas. Junto a él están sus dos primos, el menor tiene sólo diecisiete años. ¿Cuánto falta para Quito?, pregunta Elvis. De dos a tres días, respondemos. Sus ojos se agrandan: ¿tanto tiempo? La capital ecuatoriana se encuentra a unos 150 kilómetros de El Juncal. En autobús demora de cinco o seis horas; en coche, menos. ¿Pero a pie y después de varias semanas de caminata?

Elvis llegó el día anterior a la casa de Carmen con su gorra en la cabeza y sus pertenencias en los hombros. Mientras los demás comieron el arroz y los huevos fritos sin respirar, el joven de 31 años masticaba despacio. Contaba que antes de partir hacia Ecuador había trabajado en obras de construcción en Bogotá, además, vendía café en la calle. El dinero recaudado a fin de mes lo había enviado a su familia de Venezuela. Su esposa recientemente había adoptado un cachorro pues a los niños les hace bien, nos dijo ayer. Sin embargo, ella no sabe si podrán quedarse con él. El dinero apenas alcanza para su propia subsistencia.

 

Una selfie antes de seguir marchando

En este momento Carmen sale al patio y observa las caras de los hombres despertándose. Ella lleva una blusa negra, un collar de perlas y unos aros que combinan. El pañuelo en su cabeza y sus botas tienen un estampado de flores.  La piel de sus manos está seca del trabajo. Antes de que sus huéspedes partan, quiere dejarles unas palabras para su trayecto.  Son las palabras de una madre de ocho hijos que está casada hace treinta años y que canta la primera voz en la iglesia del pueblo. Sé consciente de lo que quieres en la vida, dice la mujer de 48 años y mira hacia el suelo. Recuerda que Ecuador es un país muy pequeño y en todas partes la gente te mira con ojos de águila. Además, los policías sólo esperan que tú cometas un error y a que tengan una razón para encerrarte. Luego, Carmen da unas palmadas con sus manos, dice unas palabras de despedida y se dirige a sus otras tareas.

Son las ocho y el grupo de Elvis ya se ha ido. Junior, por otro lado, el chico con la camisa sin mangas y shorts de baño, antes de seguir marchando, quiere hacer una selfie. Su familia debe saber cómo está y con qué gente se junta. Entonces, pone su brazo sobre los hombros de Carmen y sonríe. Unos días después la foto está en Facebook.

Uno podría pensar que él y sus amigos son turistas, que se detuvieron en El Juncal y ahora viajan a Otavalo, a Quito, tal vez a la Amazonia. Pero el grupo de hombres que empacó sus cosas esta mañana son migrantes. Aunque algunos de ellos vienen de Colombia, la mayoría son de Venezuela. Desde hace días, semanas o meses están lejos de su tierra, esperando llegar en algún momento. Junior, que tiene una toalla mojada en el cuello, quiere marchar hasta la Tierra del Fuego y aún más lejos, como nos comenta entusiasmado.

Y eso que hace unos meses casi estaba muerto. Así le contó a nuestro fotógrafo. También le mostró sus cicatrices en el cuello, en la cadera y en las piernas: son las huellas de las heridas por disparos provocadas por un amigo de la infancia en Venezuela que quiso robarle su motocicleta y su casa. Junior se negó y aquel abrió fuego. El hombre de veinte y pico de años sólo sobrevivió porque fingió estar muerto. De todos modos, dice Junior, no voy a regresar a Venezuela.

Son historias que marcan la vida cotidiana de Carmen Carcelén. Desde septiembre de 2017 ha recibido a más de 10.000 migrantes, la mayoría de Venezuela. Igual, el flujo de personas es muy variado: a veces alberga entre veinte y sesenta personas por día, a veces el doble, a veces poco y nada. Lo que cuenta la ONG Corredores Migratorios, que viene acompañando a Carmen y su equipo desde Quito, es que últimamente la gente está llegando en un estado cada vez mas precario y con miedo de ser expulsados del país. Y eso que varios de ellos solo quieren transitar por Ecuador para poder llegar a Perú, a Chile o a Argentina, donde les esperan su familiares. 

Una carpa de UNICEF -usada en la costa ecuatoriana tras el terremoto de 2016- ahora se encuentra en la terraza de Carmen y casi todas las noches está repleta, a reventar. La gente incluso duerme en el pasillo, otros abajo del toldo. Las pocas habitaciones de la casa están reservadas para mujeres y familias. Todas y todos que llegan a la vivienda de Carmen reciben comida y pueden ducharse y descansar. Saben que durante las próximas horas tendrán un techo sobre sus cabezas.

Debido a la crisis en Venezuela, cientos de miles se han ido, muchos de ellos a pie. Duermen en las calles, piden ayuda en las gasolineras y en los semáforos y esperan hospitalidad en los países vecinos. Para Carmen, su apoyo no tiene una finalidad económica, es simplemente una cuestión de actitud. „Jesús ya había dicho que no vino a la tierra para ser servido, sino para servir. Eso me gusta“, dice, „no importa si cocinas, lavas o planchas. Hago todo esto no por dinero, sino para servir a las personas que realmente me necesitan: sea mi gente, mi ciudad o mi país“. 

En la puerta metálica de la entrada, por donde Junior y su grupo acaban de pasar, se escucha una voz masculina: ¿Esto es lo de Doña Carmen?

 

Dron encima de la casa 

Se corrió la voz de quién es Carmen y de lo que hace. El factor decisivo fue un cortometraje hecho y difundido por ACNUR, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Llegó a más de 45.000 clics y la bola empezó a girar. Llegaron equipos de filmación y periodistas de Estados Unidos, de Canadá, de España. ONG’s empezaron a donar vestimenta, zapatos, ropa de cama e incluso una lavadora: todas eran donaciones de la sociedad civil. 

Sólo las autoridades estatales tenían un problema con la ayudante de refugiados de El Juncal. Durante una visita personal a Carmen, así nos cuenta ella, la gobernadora provincial de ese entonces le había exigido que no llevara más gente a su casa por razones de higiene y porque no era un albergue oficial. ¿Quién dice -respondió Carmen enfadada- que tengo que pedir permiso a la autoridad para hacer el bien al mundo? Esta casa no pertenece ni a (Lenin) Moreno ni a (Nicolás) Maduro. Me pertenece a mí y a mi familia. La gobernadora y su equipo fueron expulsados sin más preámbulos. Pero las autoridades siguen vigilando a Carmen y a su casa. Como les miran a ustedes con ojos de águila -así le había dicho anteriormente a sus invitados-, así es como me miran a mí. Hace unos días, un Dron se cernía sobre mi casa, justo cuando había mucha gente.

 


„No me importa de dónde vienen las personas ni lo que han hecho en el pasado, no me importa si antes fueron asesinas, ladronas o prostitutas.Lo que importa es quiénes son ahora y qué hacen hoy en día.“

Carmen Carcelén, El Juncal


 

Carmen se levanta, invita a los hombres a reunirse en el patio de su casa y les explica las reglas del juego: mujeres y hombres duermen separados, no pueden portar armas, alcohol u otras drogas, además, luego de 24 horas tienen que continuar su viaje.

Los hombres están cansados. Algunos se acuestan en la pared de piedra, otros se dan una ducha o escriben a sus queridos en Venezuela. Carmen nos invita a su salón, un lugar fresco en la parte trasera de la casa. En el sofá está su madre con dos muñecas en su regazo, una blanca y otra negra. En la pared luce un cuadro de Jesús que está de pie en una nube con una palma en su corazón y con la otra apuntada al cielo.

Carmen silencia el televisor, empieza a tejer el pelo de su madre y habla de su vida: de su formación pastoral en la comunidad afroecuatoriana, del trabajo voluntario en la cárcel y del coro en la iglesia. No tiene inhibiciones de hablar de su hija, a quien perdió embarazada en el octavo mes. Fue en ese momento que se dio cuenta de que sus proyectos no necesariamente coincidían con los de Dios. Rara vez lee la Biblia, dice, y cuando lo hace, sólo lee ciertos pasajes. „Mi enfoque está en la práctica. Si no vivo lo que digo, no tiene sentido.“

 

“Las reglas en esta casa las hago yo”

En realidad, la casa de Carmen Carcelén hace doce años es parte de un proyecto de turismo comunitario. Aquí descansan mochileros de todo el mundo. „No me importa de dónde vienen las personas ni lo que han hecho en el pasado“, nos cuenta Carmen, „no me importa si antes fueron asesinas, ladronas o prostitutas. Lo que importa es quiénes son ahora y qué hacen hoy en día.“ Estos principios los quiere transmitir también a sus hijos. Quiere que cenen con todo tipo de personas, que hablen con ellas, escuchen sus historias y, si es necesario, lloren con ellas. Recientemente, uno de sus invitados tenía los zapatos rotos. Entonces, Carmen pidió a uno de sus hijos que le diera los que él llevaba puestos. Tú tienes suficientes, le dijo. 

Sus hijos saben: si no siguen sus reglas, ella los expulsará de la casa. „Me duele porque, después de todo, son mis hijos. Pero las reglas en esta casa las hago yo.“ Su esposo no tiene nada en contra. Él, que vende frutas y verduras en la frontera con Colombia y que trae el dinero de la familia, apoya la misión de su esposa. Igual, a él no podemos preguntarle más detalles. Ahora está fuera de casa.

Después de 24 horas tienen que seguir viaje: migrantes venezolanos saliendo desde la casa de Carmen Carcelén en El Juncal, Provincia de Imbabura, en camino hacia Quito.


Cuando se pone el sol, se sirve la merienda: café azucarado y empanadas fritas, una cena típica de Ecuador. El trozo de papel, que fue usado por Elvis y sus primos para un juego de mesa improvisado, está todavía bajo del toldo. En cambio, las ramitas cortadas que servían de figuras, fueron arrastradas al suelo por el viento.

Como ayer, los hombres no se quedan mucho tiempo en el patio. Suben las estrechas escaleras hasta el primer piso, caminan sobre la alfombra que dice Bienvenido y se acuestan en los colchones dentro de la carpa de UNICEF.  Algunos relatan sus viajes, otros conversan con sus esposas, hijos y padres en Venezuela. Uno de ellos instala su nido nocturno afuera, al aire libre. Ni dos minutos pasa ahí y, roncando, viaja hacia sus sueños. La música de Reggaetón, que se escucha desde lejos, no le impide el descanso.

También la anfitriona se ha retirado. El día de mañana empezará temprano, entre las tres y las cuatro de la madrugada. Primero leerá las noticias en WhatsApp, lavará la ropa y preparará el desayuno; luego, alrededor de las seis y media y antes de que aparezca el sol, abrirá la puerta metálica de entrada a su casa.

*Nuestra visita en la casa de Carmen Carcelén tuvo lugar a mitad de Abril 2019. 

 

  • “Un hogar en la ruta”: conversatorio con Carmen Carcelén de El Juncal, jueves 12 de septiembre 2019 de 14.30-16h en la Universidad San Francisco en Quito

 

Texto: Romano Paganini

Foto principal: Carmen Carcelén explica a un grupo de migrantes recién llegados las reglas de su casa. Todas las imágenes de este reportaje fueron realizadas por Alejandro Ramirez Anderson.